EL PAíS › CALLEJEROS, UN GRUPO EN FRANCA EXPLOSION DE POPULARIDAD
El peor final para una gran familia
En actividad desde 1995, la banda de Villa Celina acababa de editar su segundo disco, acompañada por una legión creciente de fieles.
Por Cristian Vitale
“No cambio nada y vuelvo a la cama / pensando que tal vez mañana / todo será un poco menos peor que hoy.” Una bengala perdida, otra más, atravesó el corazón de centenares de chicos y chicas, y contradijo el deseo de Parte menor, una de las canciones de Rocanroles sin destino, el más reciente disco de Callejeros. Casi 200 vidas, casi 800 heridos: números desgarradores que le pusieron un dique de espanto a una banda cuyo ascenso había sido el más meteórico del 2004. El grupo nacido en Villa Celina hubiese ameritado otro lugar en los balances de suplementos y revistas de rock, solamente por la cantidad de seguidores que aglutinó en cuestión de meses –en Excursionistas metieron más de 18 mil personas, con poca difusión y a pesar de su recurrente costumbre de no dar notas a medios grandes–, pero no: los festejos por sus 8 años de existencia en República Cromañón terminaron en tragedia, como si la pluma colectiva de Una noche fría (“Llenos de nada / sin saber dónde ir”) hubiese sido un mal presagio.
La aproximación más obvia al fenómeno Callejeros es la identificación con el rock barrial, ese que se origina en un barrio cualquiera del conurbano, refuerza sentimientos entre hermanos, primos y amigos, los identifica ante una causa común y los convierte en parte de ceremonias en las que esos hermanos-primos-amigos se conocen con otros para enlazar una cadena indivisible, un modus vivendi de identificación y pertenencia, inexplicable a ojos extraños o individualistas. Callejeros es eso y muchas de las víctimas del jueves eran, precisamente, hermanos-primos-amigos, chicos y grandes, de La Matanza, Lanús o San Martín, que se conocían con otros “de Excursio”, de Obras, Cosquín, el Marquee o anteriores Cromañón, y festejaban volver a verse las caras... una especie de lazo afectivo como el que generan Los Piojos o La Renga, porque entre ellos está Callejeros. “Las calles son nuestras, aunque el tiempo diga lo contrario”, es una de las frases más festejadas por los seguidores.
Todo se originó un día de 1995 en Villa Celina. Se llamaban Río Verde, como el tema de Creedence Clearwater Revival, y hacían covers típicos de los chicos rockers de su clase: una melange que cruzaba a Chuck Berry con AC/DC, a los Rolling Stones con los Redonditos de Ricota y Bob Marley y así, hasta que en enero de 1997, tras algunos cambios de integrantes, los iluminó una idea: ponerse un nombre propio, por consejo de un amigo en común. Fue el origen de un ascenso paulatino al principio y acelerado después. A fines de la década, luego de gastarse monedas y días en volantes y pegatinas, recibieron el espaldarazo de Omar Chabán, que los hizo tocar como teloneros de Ratones Paranoicos en Cemento. Al tiempo llenaron solos cuatro Marquee, metieron 800 personas en el primer Cemento, se cruzaron con Viejas Locas –en el microestadio de Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó, para 2 mil personas–, con Divididos y con un grupo central para la historia de Callejeros: La Renga. Tete, Chizzo y Tanque no sólo los invitaron a participar de algunos recitales solidarios –en Hangar, por tomar un caso– sino que Tete, bajista rengo, les prestó los equipos de sonido para llenar el audio del primer gran zarpazo: el microestadio de Atlanta, en junio del 2003. Allí presentaron Presión, el disco posterior a tres demos –Sólo por hoy, Callejeros y Adelantos– y al debut, que marcaba las bases rocanroleras y melodiosas del futuro: Sed (2001), un compacto de poesía con olor a ricota –aunque odien las comparaciones– y una relectura edificante del rock patrio, stone y popular.
Fue precisamente en las semanas que siguieron a la edición de Presión cuando Callejeros quebró el estigma de banda under para insertarse, a la par de sus colegas La 25, en la historia grande del rock barrial. Canciones con olor a clásico como Callejero de Boedo, Otro viento mejor o El duende del árbol, y una banda reposando tranquila en la dirección musical del saxofonista Juan Carbone (ex Viejas Locas), y en la melodiosa y a la vez ríspida voz de Patricio Santos Fontanet, pasó de negarse atocar en lugares como El Teatro –porque consideraban que, vaya paradoja, “no garantizaba la seguridad de sus fans”– a meter 1500 personas en Cemento, siempre con el método del boca a boca patentado por La Renga, en un fin de año a pleno, ya sin necesidad de telonear a nadie. Pero el gran paso ocurrió en el 2004. La banda (que completan Elio Delgado y Maximiliano Djerfy en guitarras, Christian Torrejón en bajo y Eduardo Vázquez en batería) se dio el gustazo –impensado poco tiempo atrás– de llenar dos veces Obras mediando el año, meter 5 mil callejeros de varias provincias en Córdoba y debutar en un estadio, el de Excursionistas, el 18 de diciembre, ante más de 18 mil acólitos. Fue la fecha que el grupo usó para estrenar en Buenos Aires Rocanroles sin destino, un ajustado muestrario de rock de asfalto, lazos de amistad, existencialismo al paso y casas bajas (Distinto, Todo eso, Prohibido) y “deslices” (Tan perfecto que asusta, Sería una pena), que los involucran musicalmente en una veta distinta.
Aquel “Excursio”, lleno de banderas, pirotecnia y chicos felices, fue el cenit popular de un grupo preparado para el asalto a las grandes ligas. Esa misma pirotecnia ya había producido cortocircuitos con parte de su público, similares a los que en su momento sufrieron los mismos Redondos, cuando varios de sus shows llegaron a naufragar por la “desobediencia” de un público que, pese al reclamo permanente del Indio Solari, se subía al escenario una y otra vez. Las bengalas no implicaban mayores riesgos en un estadio abierto, pero cada vez que se encendían en un estadio cerrado, “Pato” Fontanet intentaba sin éxito convencer a la gente de lo peligroso de la situación. Lamentablemente, sus peores temores tomaron forma.