EL PAíS
“Para el espectáculo, es como un 11 de septiembre”
La frase de Daniel Grinbank sirve como prólogo al debate que deberá venir: dueños de locales, músicos, promotores, managers, periodistas tendrán que unir esfuerzos e ideas para diseñar una nueva escena, que termine de una vez con la desidia de años que condujo a la tragedia de República Cromañón.
Por Eduardo Fabregat
Ante una tragedia de semejante dimensión, el dolor y la bronca llevan a una búsqueda de responsables, alguien en quien descargar la impotencia. Pero lo sucedido el jueves 30 de diciembre es la peor consecuencia de un estado de las cosas histórico, en el que hay muchas más responsabilidades que la de Omar Chabán y la falta de controles del Gobierno de la Ciudad. Lo único rescatable de la tragedia que se llevó casi 200 vidas es que deberá disparar un debate serio y profundo que incluye a esos factores, pero también a managers, promotores de espectáculos, dueños de locales, músicos, público y periodistas. O, como resumió a Página/12 el empresario Daniel Grinbank: “Para el espectáculo en Argentina, esto es un 11 de septiembre. Hay que actuar en consecuencia”.
Durante el fin de semana, las consultas de este diario a varias personas involucradas en el negocio del rock (obligadamente informales, porque la cercanía del hecho dificultaba el análisis) dispararon varias puntas de ese debate. Una de ellas tiene que ver con el añejo tema de la seguridad de los locales donde la mayoría de los grupos chicos y medianos llevan adelante su carrera en vivo. La primera coincidencia tiene que ver con el cabal conocimiento de qué clase de “empresario” era Chabán, con un largo historial de desprolijidades, y los riesgos que implicaba el local de Once para grupos con cierto nivel de convocatoria. De esas consultas se desprende que casi nadie ignoraba que República Cromañón era un peligro latente, pero la lógica del negocio se imponía, y ni los managers ni los promotores ni los músicos supieron parar la pelota a tiempo. Con la industria discográfica en jaque por la piratería, los shows y su ingreso rápido de dinero tienen una importancia que parece tapar cualquier precaución. Aun con el antecedente del principio de incendio en un show de La 25 en el mismo lugar, la media sombra siguió allí, las puertas siguieron trabadas y los shows se siguieron programando, anunciando y (sobre) vendiendo. O, como señaló un promotor que prefirió no revelar su nombre para evitar roces inútiles en un momento en que todo está en carne viva: “Hasta la Negra Poly, una obsesiva total de la seguridad, hizo shows de Skay en Cromañón”.
“Estamos pagando un precio carísimo por muchos años de descontrol, improvisación, irresponsabilidad e inconsciencia”, dice Grinbank. “Hay una locura social y una pérdida del respeto por la vida contra la que no se puede hacer nada, pero en realidad lo azaroso es que en todos estos años no haya pasado nada, no sólo en el rock sino en cualquier área de producción de espectáculos: en el Gran Rex y el Opera no hay salidas de emergencia hacia adelante, por ejemplo, y puede haber una tragedia hasta con Floricienta.” El empresario, pionero en la producción local que volvió este año al trabajo grande con dos festivales internacionales (el BUE y el Personal Fest), asegura que “no nos podemos quedar en la inconsciencia de Chabán y el pibe de la bengala. Y ojo, que esta gestión de los inspectores del Gobierno de la Ciudad era radicalmente diferente a la anterior, se manejó con transparencia y queriendo romper el viejo sistema de coimas a mansalva. Pero todos tenemos que hacer un análisis muy serio, tomar un montón de medidas y pensar, entre muchas otras cosas, en establecer una licencia para la producción de espectáculos, porque es un trabajo que acarrea muchas responsabilidades.”
Del mismo modo, la cultura rock de los últimos tiempos, celebratoria del “rito”, los trapos, las bengalas y el público como otro factor fundamental de “la fiesta”, es otro de los campos de debate. El periodismo, tan acostumbrado a hacer foco en los cotilleos de camarín, los romances de músicos con figuras de la farándula, las peleítas internas y el fabuloso espectáculo de una masa de gente enarbolando objetos altamente inflamables, también debería hacer su mea culpa. Si los involucrados en lo que sucede arriba del escenario no parecen mostrar plena conciencia del riesgo que implica un local sobrevendido, sin ventilación, con controles escasos y sin salidas de emergencia señalizadas, los periodistas deberían (deberíamos) haber hecho algo más que una crónica colorida. También deben tenerse en cuenta las raras relaciones de un medio forjado entre amigos y rebeldes contra las diversas encarnaciones del sistema, al que muchas veces le cuesta separar los tantos: cuando Los Redonditos de Ricota empezaron a perder la pulseada contra su propio e inmanejable fenómeno, los artículos que intentaban dar alguna voz de alarma eran señalados como pequeñas traiciones o actos de buchonería por los mismos Redondos, otros periodistas y, en primer lugar, los fans de la banda.
Esa es otra pregunta clave: ¿cómo se hace para modificar la conciencia de la gente? La descomposición social de la Argentina afecta, cómo no, al joven público del rock. Los “desangelados” del Indio Solari son hoy legión, crecen en una sociedad caníbal que prohíbe a generaciones enteras cualquier acceso a una vida mejor, y la pasión puesta en una música y una lírica que los representa genera distorsiones que tienen que ver en la tragedia. Según una de las personas asignadas al control de puertas de Obras Sanitarias en los shows de Callejeros, en la primera noche se contabilizaron 160 bengalas encendidas, y se secuestraron 200 elementos pirotécnicos en la entrada: algunos de ellos habían sido escondidos entre las ropas de chicos y bebés que venían en brazos de sus padres. Esa desquiciada manera de interpretar la “fiesta” (¿una candela oculta entre pañales?) señala una discusión necesaria entre los mismos pibes, que deberán ensayar un autocontrol mucho más efectivo. Es algo de lo que se discute hoy en el foro de Callejeros en Internet, es lo mismo que aparecía en las banderas de los shows en el boliche Satisfaction en 1989 (“Un verdadero redondito es el que no arruina la fiesta”): la prepotencia de los sacados no puede ser más fuerte que el instinto de supervivencia de las vidas jóvenes.
Algo es claro: la tragedia de República Cromañón cambia por completo el panorama de la producción de espectáculos de rock en Argentina. Por lo pronto, todos los shows programados para el verano están en veremos, y aquellos por los que aún no se había firmado un contrato firme fueron directamente cancelados. Este fin de semana, algunas discos de la costa (donde todo llega con la sordina de las vacaciones) desoyeron el duelo nacional y abrieron sus puertas, pero los promotores y las agencias que manejan artistas convocantes tienen todo stand by a la espera de una semana de largas reuniones y decisiones urgentes para empezar a diseñar un plan de acción sensato. Prohibidos los shows en locales bailables “clase C”, ya se está discutiendo una prueba piloto llevada a cabo por el Teatro Sur de Temperley, donde este año se comenzó a tramitar una habilitación “sólo para conciertos”, contemplando las particularidades del caso. Lo que indica, por otra parte, que no todos los dueños de boliches son tránsfugas desalmados.
Desactivar las desidias y darle forma a una escena responsable no es tarea de días, pero no hay otra opción más que ponerse a trabajar. Muchos propietarios de discotecas estarán en problemas económicos, porque esa infraestructura no se sostiene sólo con shows o sólo con bailes. Muchos grupos chicos y medianos verán amenazada su existencia, porque la medida afecta al 90% del circuito habitual de presentaciones. Muchos pibes putearán sólo por el prohibicionismo, con un fervor que estaría mejor aplicado contra quienes (el Gobierno, los dueños de locales, los promotores, los controles, etcétera) no pusieron la seguridad del público en un lugar prioritario. Los voceros de la derecha, tan hábiles para pescar en ríos revueltos aunque sean de sangre, pedirán cabezas y volverán a levantar la bandera paranoica del “¿Usted sabe con quién está su hijo ahora?”. Lo cierto es que, el nefasto 30 de diciembre de 2004, el infierno dejó de ser encantador. Y los últimos atisbos de inocencia en el rock argentino se evaporaron para siempre.