EL PAíS
“Los que tendrían que estar no están, y eso es duro”
Nadia es la cara visible de las marchas por las víctimas en el incendio. Tiene 17 años, ningún antecedente político y tres muertos en la tragedia que la transformó en una líder.
Nadia, “nada más que Nadia”, es alguien que refuta aquello de que las cosas no cambian de la noche a la mañana. Hasta el 30 de diciembre, su única experiencia militante era ser delegada de un curso de 30 compañeros en una escuela secundaria de San Martín. Ahora, cada jueves encabeza las marchas en las que varios miles exigen justicia para los chicos muertos en República Cromañón. Es una de las líderes de la Asamblea de Jóvenes Autoconvocados, el grupo de sobrevivientes más organizados. En el incendio perdió a su único hermano, a su novio y a su mejor amiga. Su ímpetu le costó amenazas de muerte, pero sigue adelante con el legado de “hacer todo lo posible para que los chicos descansen en paz”.
Tiene 17 años, unos ojos verdes que inquietan, pero que en cada marcha le empapan el rostro con lágrimas. Cuando está nerviosa revolea el piercing de su lengua y lo muerde. “Nunca pensé que iba a tener el protagonismo que tengo y menos por lo que pasó. Nunca tuve otro cargo hasta éste, que es la organización de todo lo que pasa en la asamblea”, explica y se apresura en aclarar que no es la líder aunque sí la cara visible. Coordina los comités de prensa y seguridad. En las asambleas pone el orden “porque si no es un requilombo y se empiezan a discutir boludeces. Pero va mejorando y la gente se suma, sobre todo al comité de seguridad”, lo cual se hizo visible en las últimas marchas, ya que no hubo desbordes y los propios sobrevivientes armaron un cordón entre los policías y la marcha.
Antes del jueves de la desgracia era “una piba como todas, con una vida común”. “Nunca tuve rutinas, soy la típica que está a las 7 de la mañana en la puerta del colegio y se queda hasta las 9 boludeando por ahí. Los fines de semana sí: ir a escabiar algo a boliches, estar con mis amigos, pasarla bien y volver a casa a las 7 de la mañana. Así nomás.”
Pero todo cambió. La primera marcha, la del domingo 2 de enero, “fue un golpe muy grosso porque éramos 50 personas y cuando me di vuelta había como mil”, pero semanas después, cuando llegaron a ser cinco mil “ya no entendía nada. Me agarró un remiedito mal, pero seguí”. Cuando apareció llorando y exigiendo “justicia” en todos los medios, Patricia, su mamá, atendió la primera amenaza telefónica. Le dijeron que si no quería perder otra hija se dejaran de joder. Fue entonces cuando Nadia recibió una orden: “Aguantá un poco, seguí haciendo lo tuyo pero dejá de hacerte pública”. Y así lo hizo. Su mamá nunca fue a una marcha pero, la apoya “porque es una tipa muy liberal, se adaptó. Pero a veces, dice ‘si fuera por mí, la tendría en una jaula’, pero sabe que no, porque salí como ella”. En plaza Once, su nombre resuena cada 15 segundos y cuando varios le hablan a la vez, cierra los puños, gruñe mostrando los dientes y decreta “¡Paren!”. Y todos paran.
Cuando empieza a contar adónde estaba en la noche negra, un CD de los Ratones Paranoicos rayado aturde a unos 20 metros, hasta que ella grita “¡el cidí!”. Y al toque el CD se calla. Ella es así, da un paso y toma una decisión que se cumple. “Estaba justo en la puerta –cuenta y la mirada se le va hacia el boliche custodiado por policías–, me faltaban tres pesos y justo cuando los conseguí ¡pum!, salió toda la gente corriendo y yo también corrí, no entendía nada.” Sabía que los chicos estaban adentro pero el torrente de gente no la dejaba volver. “No pude ayudar, me quedó mucha bronca e impotencia porque se estaban muriendo y no podía hacer nada.”
Sole era su mejor amiga, tenía 17 años y se conocían desde los cinco. Esteban tenía 19, “era un filito, había unos arranques. Salimos dos años y después empezamos a arrancar. El lunes nos pusimos en transa y el jueves pasó todo eso”. Y Nico, de 20, su único hermano, “rollinga, bien del palo”. Tenían “una relación muy grossa”. Como miembros de la comunidad nómade del rock, iban juntos a todos los recitales con amigos de varios barrios. Pero ya fue”, dice y no habla más. En las marchas, se quiebra de tal modo que entre varios la consuelan. “Lo que pasa es que los que tendrían que estar no están, y eso es duro”, dice en referencia a sus seres queridos. Pero grita: “Los pibes de Cromañón”, y el resto responde “Presente”. Piensa que en algún momento los va a volver a ver. “No soy católica, pero creo que hay un más allá, que todos vamos a pasar por un purgatorio y vamos a llegar allá.” Por la noche, en casa, “las noches son terribles, llorando y llorando sin parar”. La sostienen el santuario de Once –ver nota aparte–, el contacto con sus pares en las carpas a cien metros del boliche negro y la gente que se arrima. “Es muy grosso que las familias vengan. Yo sé que pasan mucho dolor, pero es mejor que estén acá porque se puede compartir cosas con los demás y con eso podés progresar. Aparte, si quieren que el día de mañana ésta sea una Argentina mejor, tienen que venir”.
Piensa que “todo esto va a terminar el día que se haga justicia”. Para entonces preparó algunos sueños: comprarse un Fiat 600, “un fitito a full, rojo, con vidrios polarizados; atrás, un logo de La 25 y escrito abajo: ‘Que sea rock’”. Suspira y se lo imagina mirando hacia esa plaza donde el recuerdo y la tristeza aceleran en cada curva.
Informe: Adrián Figueroa Díaz.