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No hacer también es peligroso
Por Martín Granovsky
Al promulgar el nuevo régimen sobre prescripciones, el Gobierno hizo algo: convirtió en ley un proyecto ajeno. El texto ni siquiera surgió del Ejecutivo o de un legislador oficialista. Fue ley por default, porque no hubo veto. Sin embargo, como ocurre muchas veces en política, el principal problema no es lo que hizo el Gobierno sino lo que dejó de hacer: después de la renovación de la Corte Suprema, no fue a fondo en el monitoreo de los jueces y en el cambio del papel de los fiscales.
La prescripción sirve para que pasado un tiempo determinado el autor de un delito no pueda ser perseguido. Los juristas le atribuyen dos funciones. Por un lado refuerza la preservación de las garantías individuales, que abarcan también el juicio justo. Por otro lado, ofrece certeza. Los dos aspectos forman parte de la verdadera seguridad jurídica, que supera al derecho de las empresas de servicios a pedir aumento de tarifas.
Algunos delitos no prescriben. Es el caso de los crímenes contra la humanidad, como el genocidio y la tortura.
En el Código Penal argentino, el plazo de prescripción es igual a la pena. Si una causa por administración fraudulenta está dormida durante seis años, prescribirá, porque la pena máxima para ese delito es de seis años.
La reforma del Código Penal que alteró estos días al juez Rodolfo Canicoba Corral, irritado como si fuera Lisandro de la Torre, convirtió en ley un principio de prescripción que hasta ahora surgía de la jurisprudencia.
Dice la reforma que la Justicia seguirá persiguiendo al sospechoso “solamente” en cinco casos. Uno, si comete otro delito. Dos, si es indagado. Tres, cuando la autoridad judicial pide la elevación a juicio, es decir, a juicio oral luego de la instrucción. Cuatro, ante una citación a juicio. Y cinco, la sentencia de condena, aun cuando no sea fallo firme y el condenado pueda apelarla.
Al analizar la ley puede interpretarse que el “solamente” es poco, pero también que el “solamente” basta para evitar la prescripción. La condición en la segunda variante sería que todos los jueces trabajasen con el ímpetu que la sociedad requiere, sobre todo en causas donde está en juego el dinero público.
Otro ejemplo más con la administración fraudulenta: la causa contra el Grupo Yoma por ese delito se inició en 1995 por el entonces diputado Héctor Bertoncello. Intervino el juez federal Claudio Bonadío. Entre 1995 y 2001 Bonadío no tomó indagatorias. Sólo produjo pruebas. Sólo se movió en el 2001, cuando la Oficina Anticorrupción le pidió que indagara a Emir Yoma.
El fuero federal cuenta con 65 magistrados, entre jueces y fiscales. Según cifras que maneja el Gobierno, por mes cada fiscal actúa en 160 causas. De ellas, sólo tres van a juicio. En total, sobre 23 mil causas anuales solamente 500 llegan a juicio oral.
Otro dato más: en el 2003, los seis tribunales orales produjeron 82 debates (como se llama al juicio estricto) e intervinieron en 116 juicios abreviados y 54 casos de probation. Poco más de un juicio por mes de promedio.
Para salir de los números está la causa AMIA. Un tribunal oral falló que el juez federal Juan José Galeano había cometido irregularidades. Y en paralelo el Consejo de la Magistratura está en pleno proceso de acusación contra Galeano, que probablemente será suspendido y luego separado del cargo.
¿Cuál es la similitud entre la causa AMIA y otros casos resonantes, aunque implican pérdida de dinero y no de vidas humanas, como las irregularidades en el contrato de IBM con el Banco Nación y con la Dirección General Impositiva, o la omisión maliciosa de Carlos Menem en su declaración jurada sobre bienes? Que ninguna tiene condenados.
¿Cuál es la diferencia entre la causa AMIA y las otras causas célebres? Que en la primera un tribunal oral falló en contra de Galeano y de ex funcionarios como Hugo Anzorreguy, Carlos Corach y Hugo Franco. En ningún caso fueron condenados los culpables del delito original. Pero en la causa AMIA pueden quedar condenados, al menos, los sospechosos de haber encubierto el delito y fabricado pruebas. El nivel de impunidad no es el mismo en un ejemplo que en otro. Tampoco es el mismo el resultado institucional.
El problema es que el Gobierno sólo actuó rápido con la mayoría automática de la Corte Suprema y con la AMIA, pero fue moroso con los jueces más cuestionados. No apuró su juzgamiento en el Consejo de la Magistratura, donde tiene representante y hay legisladores peronistas, ni los denunció públicamente como hizo el mismo presidente Néstor Kirchner con Julio Nazareno.
Lo peor para el Ejecutivo es que no se beneficiará con el artículo 67 reformado del Código Penal. Por un lado, las causas contra funcionarios de Kirchner son recientes y no prescriben de manera inminente. Por otro, la reforma puede producir el efecto del Punto Final de 1986, que lanzó a los jueces a producir actuaciones alocadas. Tan alocadas que terminaron favoreciendo a los mismos reos y perjudicando al Gobierno que buscaba administrar políticamente la persecución penal.
La idea de un pacto es absurda. Si, por vía de hipótesis, se admitiera que existe un acuerdo entre Kirchner y Menem, o entre Kirchner y Menem-De la Rúa, no se ve con qué garantías Menem y De la Rúa podrían retribuir en el futuro a Kirchner los favores recibidos hoy. No hay garantías desde el momento en que los nuevos jueces federales, por ejemplo, de Sergio Torres hasta los últimos, fueron designados tras normas de escrutinio público y nadie los acusó siquiera de obediencia debida al poder político.
La situación creada es típica de los casos en que no hacer –o hacer lento, o hacer poquito, o dejar que otros hagan, como el Congreso con el desastroso paquete Blumberg y esta reforma de la prescripción como un hecho aislado– produce costos políticos por lo que otros tuvieron la iniciativa de hacer antes.
Desde esta reforma, algunos jueces perderán su capacidad de extorsión: sentarse sobre los expedientes para usarlos como si fueran una cláusula gatillo que se activa si su futuro personal está en peligro. Ejercerán una forma de venganza por el porvenir oscuro que se les viene después de la remoción de Galeano, a quien el Gobierno sensatamente no le aceptó la renuncia para que pudiera ser sometido al Consejo de la Magistratura.
Ese efecto positivo sería mayor si, en lugar de consentir la reforma aislada del sistema de prescripciones, el ministro de Justicia hubiera tenido en cuenta qué sucederá con las causas más famosas. O si hubiera acelerado las tareas de la comisión de juristas que hoy mismo empezará a trabajar en una reforma más completa del Código Penal. ¿Los expertos dirán que son imprescriptibles los delitos contra el tesoro público, y entonces de aquí en adelante el sospechoso siempre será perseguido? ¿O aumentarán las penas, y con eso los plazos de prescripción subirán? Son dos caminos, entre otros. Hay un tercero: el Código de Procedimientos establece que en seis meses el juez debe instruir la causa, pero no dice qué sanción le corresponde. Y si no lo dice, y después el Consejo de la Magistratura no actúa, los jueces malos seguirán zafando. Y los malos a secas, los que una película italiana llamaría tutti ladri, ni qué hablar.