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El peronismo y la Hidra de Lerna
Por Emilio de Ipola *
Hace años, Pablo Giussani, comentando la reelección de Herminio Iglesias y secuaces en la dirección del peronismo, tituló un artículo periodístico “El peronismo a la hora de Drácula”. Ese título anunciaba una hora aciaga, no sólo para el peronismo, sino también para la democracia argentina. Por fortuna –una fortuna en parte ilusoria– cobró fuerzas el peronismo renovador, desalojó al herminismo y abrió la esperanza de un peronismo que, además de democrático, se enrolara en un proyecto sostenido de actualización y de modernización. Todo ello quedó en agua de borrajas.
Al tiempo que la experiencia alfonsinista tocaba a su fin, la renovación peronista se diluía. Menem, renovador de la primera hora, había iniciado su cruzada hacia el poder y ya nada pudo detenerlo. En sus diez años en el poder, asistimos primero a la hora triunfante, luego a la decadencia y degradación del peronismo menemizado, un peronismo que adoptaba en los hechos un neoliberalismo pragmático y se desprendía sin dolor de lastres ideológicos que le pesaban sin dejar rédito alguno. El peronismo se transformó de a poco en una máquina política programada para ocupar todos los espacios de poder posibles, sin otro compromiso ni otra finalidad que diera un sentido más trascendente a esa empresa.
Pero, insinuado antes, el progresivo agotamiento del menemismo no fue indoloro y estuvo marcado por conflictos cada vez menos conciliables entre sus dirigentes partidarios, entre sus funcionarios en el gobierno y entre unos y otros. El triunfo de la Alianza no trajo paz a ese partido que había perdido la brújula. Los cimbronazos cada vez más indiscretos del nuevo gobierno, sus varias crisis, y finalmente su bochornosa retirada permitieron al peronismo retomar el gobierno, no sin un vía crucis de pintorescos y efímeros presidentes. Duhalde aceptó hacer un supremo sacrificio y se hizo cargo de la Presidencia, dicen que para volver –al menos así lo pensaba en las primeras semanas– a las banderas históricas del peronismo. Pero dentro del Gobierno, dentro del partido, entre gobernadores provinciales y legisladores nacionales, así como entre los aspirantes a suceder a Duhalde, los enfrentamientos arreciaron. Duhalde mismo entró en conflicto consigo mismo y había momentos en que parecía no saber a qué santo prenderle una vela.
La costumbre del PJ de trasladar sus conflictos al seno del Estado no pudo sino agravar las cosas. El conflicto entre federalismo y Ejecutivo nacional, conflicto estructural del Estado argentino, se refractó a su vez en el interior del peronismo. El desfile patético de ungibles al Ministerio de Economía ante el tribunal de los gobernadores, el nombramiento de Lavagna simplemente por ser el único no vetado, la designación “compensatoria” de Camaño en el Ministerio de Trabajo, dan una idea del caos existente. Al tiempo que el radicalismo parece convertirse en una fuerza residual sin otro peso que el de “acompañar” un proceso que se descontrola día a día, el PJ se va disgregando en un conjunto centrífugo de partidos-coaliciones provinciales y una dirección sin autoridad ni legitimidad.
No es imposible que una ley de lemas u otra triquiñuela aplicada a presión eviten la debacle final y que el Gobierno, a fuerza de parches y a los tumbos, llegue a una fecha aproximada a la de las elecciones nacionales previstas. Pero también puede ocurrir que esta vez el deseo acrecentado de un poder que se escapa, las desavenencias, la falta de principios y la inepcia terminen con un partido que pareció a menudo no tomar en serio las tareas que el pueblo, que tantas veces lo apoyó con su voto, le había confiado. En ese caso acabará como la última gran cabeza de la Hidra de Lerna de Borges, aquel monstruo que Hércules logró enterrar bajo una gran piedra y allí quedó para siempre “soñando y odiando”.
* Sociólogo.