EL PAíS
Cómo quien entra al cónclave Papa suele emerger cardenal (o al revés)
Por Washington Uranga
Hoy, cuando los 115 cardenales habilitados para votar en el cónclave de la Iglesia Católica comiencen sus rondas de votaciones en la Capilla Sixtina, quedarán al descubierto, por lo menos para los propios cardenales, gran parte de los diálogos y las negociaciones celebradas en las reuniones que se han venido realizando en Roma desde la muerte de Juan Pablo II y en las cuales se habló de perfiles, del futuro de la Iglesia y, por supuesto, de candidaturas y alianzas electorales. El secreto seguirá rondando por todo lo que ocurra en el recinto, alimentando no sólo las especulaciones sino cierta mitología con la que parecieran deleitarse algunos de los más encumbrados habitantes del Vaticano.
Todos los nombres son posibles, por lo menos teóricamente. Hay algunos que aparecen reiteradamente entronizados como “papables”, aunque ello sea más propio de las crónicas periodísticas necesitadas de primicias y pronósticos, que el resultado de cualquier encuesta o sondeo con base científica. Hoy por hoy las candidaturas y los nombres que se manejan son sobre todo producto de las especulaciones, de los deseos de “los de afuera” o, incluso, de operaciones de prensa que, a no dudarlo, también tienen como protagonistas a algunos de los directamente involucrados en la elección. No pueden tomarse como indicios firmes de lo que realmente ocurrirá en la votación. Nada más incierto, hoy por hoy, que el nombre de quien será el futuro Papa de la Iglesia Católica, elegido para conducir los destinos de una feligresía que representa el 17,3 por ciento de la población mundial.
Salvo los propios cardenales, muy poca gente, ni aun sus más cercanos colaboradores, conocen lo que se ha estado debatiendo en los últimos días en el cónclave. No se sabe, por ejemplo, cuáles son las principales líneas del diagnóstico que la máxima cúpula de la Iglesia hizo sobre la realidad mundial ni tampoco lo que se revisó sobre la marcha de la Iglesia. De lo que allí se haya hablado y decidido surgen lineamientos que habrá de poner en práctica de aquí en más la Iglesia Católica y es evidente que los cardenales buscarán seleccionar de entre ellos a alguien que pueda conducir con idoneidad ese proceso. Esto sin desconocer que al margen de los diálogos y de las conversaciones, hay quienes llegaron a Roma con “su candidato” en la cabeza y, por lo menos en primera instancia, insistirán en su idea tratando de contagiar a otros. De la misma manera que, también sin considerar demasiado los debates previos –de los que participaron la totalidad de los cardenales, votantes y no votantes en número de 183– otros se aferrarán a las alianzas y a los acuerdos de grupos y tendencias cerrados en los últimos días.
Todo indica que las primeras votaciones serán “de sondeo” y, en algunos casos, “testimoniales”, pero ninguno de los cardenales alcanzará los dos tercios (77 votos) necesarios para generar la fumata blanca con el anuncio del nuevo Papa. La simple aparición en el escrutinio, sin importar el número de votos que alcance, servirá de reconocimiento para algunos cardenales. Y sobre la base de la escasa información que se posee no es ilógico suponer que hay purpurados como el cardenal alemán Jozef Ratzinger a quien sus pares están de acuerdo en reconocerle los servicios prestados a la Iglesia, pero están muy lejos de pensar que es la persona indicada para conducir los destinos del catolicismo en este momento. Las versiones coinciden en que Ratzinger será uno de los que más votos recibirá en la primera votación, pero se ubicará muy lejos de los que necesita para ser Papa.
Las primeras votaciones –que difícilmente servirán para elegir al Papa– dejarán al descubierto las cartas que se están jugando y pueden generar nuevos alineamientos en torno de aquellas figuras que aparecen con mayor respaldo. Pero, según cuenta la historia de los cónclaves, también ha ocurrido que frente a ciertas candidaturas indeseables o peligrosas para una u otra posición, el resultado ha sido buscar candidatos de alternativa y que puedan obtener consenso aunque en las primeras vueltas hayan recibido poco apoyo. Basta recordar que en 1978 Karol Wojtyla sólo recibió cinco sufragios en la primera ronda de votaciones. En un círculo tan cerrado y exclusivo conformado por un pequeño grupo de apenas 115 electores, que carecen de todo mandato y que actúan sólo por sus convicciones o intereses, no debe extrañar que los apoyos fluctúen y que la balanza se incline sin aparente explicación hacia un lado o hacia el otro. Las normas establecen que si después de las 30 primeras votaciones no hay un ganador, el sucesor de Pedro puede ser elegido por simple mayoría (58 votos), pero en principio nadie quiere llegar a ese punto para no debilitar la imagen de quien resulte electo.
Hay quienes descartan como candidatos a los 24 cardenales que forman parte de la Curia romana, es decir, del gobierno de la Iglesia conformado por Juan Pablo II. Todos ellos tienen que poner sus renuncias a disposición del nuevo Papa y a él le corresponderá ratificarlos o no en el cargo. Pero más allá de eso hay quienes razonan –con mucho criterio– que el propio ejercicio del gobierno, sobre todo en períodos muy extensos, más cosechar afectos y apoyos, consume y desgasta. Por esta misma razón los cardenales de curia pueden ver disminuidas sus chances. Pero también porque hace tiempo que está instalado en gran parte de la Iglesia que el catolicismo necesita un “pastor” más que un “administrador”. Es decir, un papa que haya tenido contacto cercano con la realidad y con la feligresía para poder interpretar sus demandas.
¿Un latinoamericano? Es posible. Probablemente sea el momento histórico en el cual los latinoamericanos cuentan con más chance de colocar a uno de ellos en el pontificado. Sería un reconocimiento al hecho indiscutible de que el 41 por ciento (550 millones) de los 1119 millones de católicos de todo el mundo habita en esta parte del mundo. Pero también sería el resultado lógico de una presencia que, en las últimas décadas, ha sido activa y dinámica de los cardenales y obispos latinoamericanos en el escenario internacional. Los nombres del hondureño Oscar Rodríguez Maradiaga, del brasileño Claudio Hummes y del más recientemente “nominado” Francisco Javier Errázuriz, trascienden también por su actuación en el ámbito latinoamericano. El hondureño fue presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano y el chileno es el actual presidente de ese organismo, es arzobispo de Santiago y tuvo una larga actuación en Roma como funcionario vaticano. El cardenal de San Pablo ha tenido permanente y destacada actuación en la región. Por el nivel de actividad y de trabajo conjunto que existe entre los obispos latinoamericanos éstos se conocen entre sí y aunque ello no sea decisivo ni implique alineamientos regionales, el dato puede incidir a la hora de la votación. En ese sentido, aunque se lo siga nombrando, el cardenal argentino Jorge Bergoglio suena más en la boca de los europeos que en la de los cardenales que provienen de América latina, donde no muchos lo conocen.
A favor de un latinoamericano puede jugar también la idea de que es desde aquí donde puede provenir el mayor dinamismo y energía para enfrentar los desafíos que se le plantean al catolicismo en el comienzo del siglo. Por más que haya sido combatida, la Teología de la Liberación es el pensamiento más claramente renovador planteado en el seno del catolicismo después del Concilio Vaticano II (1962) y dejó sus huellas aún en las enseñanzas de Juan Pablo II. Las llamadas Conferencias Generales de los Obispos Latinoamericanos celebradas en Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992) ratificaron de distintas maneras el compromiso del catolicismo con los más pobres y con la justicia.
Todas estas consideraciones pueden, no obstante, carecer de valor a la hora del sufragio cardenalicio y, nada extraño sucedería, si la fumata blanca y el posterior anuncio del nuevo Papa, que estará a cargo del ultraconservador cardenal chileno Jorge Medina Estévez, depara a propios y extraños una sorpresa para llevar al trono de Pedro a un cardenal al que, de antemano, se le asignaron pocas o nulas chances.