EL PAíS
El proceso a la dictadura desde adentro
Por Martín Granovsky
Las coberturas nunca son noticia. Los periodistas, menos. Pero a veces una decisión editorial lo es. Y la impresión de un periodista a través del tiempo jamás pasa a ser noticia pero permite tomar una licencia que a veces, solo a veces, da este oficio: usarse a sí mismo para contar algo de los demás.
No éramos tan chicos en La Razón de 1984 y 1985. Jacobo (siempre será Jacobo, aunque se llamó Jacobo Timerman) tampoco era tan viejo. Los redactores aún no habíamos llegado a los 30 y él apenas había pasado los 60. Recién había tomado el comando del diario. Se instaló durante meses en un escritorio en medio de la enorme redacción con vista al amanecer y al atardecer, llamando a los gritos a alguien por el nombre, pidiendo más información, criticando por las imprecisiones de una nota, recomendando libros, trayendo libros para que la recomendación no pudiera ser evadida, contando anécdotas, criticando a quienes solo contaban anécdotas y hasta soltando, una vez, momento inolvidable: “¡Soy abuelo!”.
Es difícil saber si La Razón estuvo bien pensada o fue un delirio comercial. Pero, ¿a quién le importa? ¿A quién le importaba? Por experiencia propia Jacobo se dio cuenta de una cosa: la Argentina vivía una transición democrática. Y otra más: los derechos humanos no solo serían un gran tema. También, y sobre todo, debían serlo.
El informe de la Conadep mereció una cobertura amplia. La elaboración primero, y luego la entrega en la Casa Rosada. Renée Epelbaum, “Yoyi”, madre de Plaza de Mayo, era una presencia cercana al diario. El nombre de Marshall Meyer daba vueltas. La discusión en el gobierno de Raúl Alfonsín sobre si los militares debían autodepurarse o no –y si lo harían– era seguida con prolijidad y sin camisetas. En la redacción había posturas diferentes, pero estaba claro entre peronistas, medio gorilas y aperonistas, entre los de más a la izquierda y los de menos, alfonsinistas y anti, que con Italo Lúder de Presidente habríamos tenido la convalidación de la autoamnistía.
En marzo de 1985 Alfonsín hizo su famosa visita de Estado a los Estados Unidos, donde le replicó a Ronald Reagan en los jardines de la Casa Blanca por el apoyo norteamericano a los contras en Nicaragua. No creo que se enoje hoy si cuento, 20 años después, que a la vuelta, en el viejo 707 que hacía de avión presidencial, nos contó a un grupo de periodistas que el momento de la autodepuración había terminado. Estaba claro que aquellos dinosaurios solo querían ganar tiempo para consagrar su impunidad. Venía el juicio civil. Cuando fue inminente, no sé si entendimos bien de qué se trataba. Es decir: no sé si nos imaginamos su increíble capacidad reveladora sobre un pasado que, en abril de 1985, estaba ahí nomás, a poco más de un año de distancia. Un pasado que en ese instante no nos parecía inevitablemente, todavía, un pasado.
Del diario fuimos muchos al juicio. El primer día, hace exactamente 20 años, cuando Luder dijo que la orden de aniquilar el accionar no era una orden de masacre, cosa que ignoro si pensaba pero sirvió a la fiscalía, lo cubrimos con Pablo Mendelevich. Rubén Felice se engominó y se puso traje y se convirtió muy pronto en el séptimo camarista, después de los seis originales. Y en algún momento, no sé por qué, pero seguramente porque me puse muuuuuuy pesado, conseguí que Jacobo solo me asignara al juicio. Después, con la luna de miel en plena acusación de Julio Strassera, porque uno hacía esas cosas pero también se llevaba a Córdoba para leer The banality of Evil de Hanna Arendt, edición inglesa, prestada-indicada-si no te mato-aunque no lo diga por Jacobo tras un robo a la biblioteca de Pablo Giussani, se sumó Sergio Ciancaglini, con quien terminamos ganando juntos el primer premio Rey de España. Detrás, editando, como en una buena retaguardia, muchos. Y dos en especial: Néstor Straimel y Luis Bruschtein. Imposible olvidar las instrucciones iniciales de Jacobo: –Quiero, como mínimo, una nota buena por día. Vos andá y traéme una buena nota.
–¿Qué es buena?
–¿No entendés? Buena es buena. Una que vos tengas ganas de leer.
Comprendido. Y a pelear con tremenda exigencia, cosa que no es mala, como no lo fue, si viene acompañada, como vino, con una libertad igual de absoluta.
Había que estudiar, no había duda. El Código Penal, el de Justicia Militar, las normas de juicio oral, el funcionamiento de los camaristas, la fiscalía y la defensa. Muy pronto esa sala de vitraux y madera oscura se nos hizo familiar. A la izquierda, en un palco, estábamos los periodistas. Horacio Verbitsky, a quien conocí en ese momento, con su cuaderno enorme y (creo recordar) sus colores para marcar en el margen. O Carlitos Rodríguez, que aquí mismo, en la página de al lado, le hace recordar a Carlos Arslanian cosas que quizás ellos mismos tenían olvidadas. Decenas más. Y en la tele y en la radio, Mónica Gutiérrez, Carlos Campolongo y Jorge Fernández Costa y Ernesto Lucero, los dos con su “Periodismo sin vueltas”.
Había que patear por los pasillos de Tribunales. Había que pasarse horas con algunos camaristas, que solo hablaban en off, y con Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo, los fiscales. Había que ver a Julio todavía ofuscado porque sus amigos de siempre, los de la familia judicial, le habían retirado el saludo, algo a lo que después se acostumbró, cuando se dio cuenta de que había dado un paso sin retorno. A Julio con su desorden ordenado y su pose de porteño canchero explicando “Vea”, porque siempre decía vea, “eso no fue una guerra, fue una cacería de conejos”. Y estaban los chicos, como uno o un poco más chicos que uno, hoy abogados o jueces, o en el Equipo de Antropología Forense, tipos sin vedettismo, laburantes, tenaces. Disculpas a todos, pero calculo que nadie se enojará por dar el ejemplo de “Maco” Somigliana. ¿Quién se puede enojar con Maco?
Todos aprendíamos. Y todos aprendíamos de los abogado de derechos humanos y de los dirigentes de derechos humanos. Algunos eran especialmente didácticos, como Alicia Oliveira, el Gordo Simón Lázara, Jorge Baños antes de que terminara en el absurdo de La Tablada creyendo falsamente que pagaba una deuda que no tenía, Leandro Despouy, Adriana Calvo.
Había que patear, pero antes de volver a la salita donde destrozábamos las máquinas de escribir pasábamos horas en el salón de audiencias. No creo que haya sido una decisión estudiada darse cuenta de que una buena nota, una buena nota para Jacobo, era a veces algo aprendido y explicado al lector, para quien debíamos ser abogados, dirigentes de derechos humanos, expertos en Código de Justicia Militar, pero la mayoría de las veces una simple y pura crónica. Muchas comillas. Mucho clima. Muchos diálogos escuchados días enteros y reproducidos con la menor cantidad posible de adjetivos. Lo “fuerte”, en términos periodísticos, estaba ahí, no en nosotros mismos. No había una pintura más atroz de la dictadura que Adriana Calvo contando cómo, embarazada, decía a la patota en el Falcon “Ya nace, no puedo más”. Cuando Claudio Tamburrini olvidó el Padrenuestro en Mansión Seré y Guillermo Fernández se lo recordó, porque si no los mataban a los dos, no necesitaba ser calificado de nada. Igual que cuando uno de los abogados de Roberto Viola, José María Orgeira, le dijo “detenido” a un testigo. O cuando Marta del Carmen Francese de Bettini, la madre del actual embajador en España, terminó con la teoría de los excesos y confirmó el plan criminal al contar que tenía un hijo asesinado, un marido desaparecido, un yerno oficial de la Armada desaparecido, un chofer secuestrado y liberado y el yerno del chofer secuestrado y desaparecido, tragedia que había despertado el interés de la Iglesia católica brasileña y la indiferencia de la argentina. Imposible (e inútil) intentar un ensayo teniendo a mano el testimonio de Osvaldo Acosta (“Cacho”, un militante concreto, con el que nos haríamos amigos tarde, demasiado tarde, cuando él construía política en Paraná e imaginaba un decreto para juzgar a CarlosMenem). A “Cacho”, abogado, una patota lo hizo hacer de “juez”, un juez esclavo de una legalidad de submundo, mientras estaba secuestrado para resolver una mejicaneada. Gregorio Dupont (hoy cónsul en Miami) contó el asesinato de la diplomática Elena Holmberg y el de su hermano, Marcelo Dupont, dos hechos de terrorismo de Estado que, como afectaron a la clase alta, un estúpido acaba de comparar en una revista semanal con el caso García Belsunce.
El juicio –un juicio sin revolución previa ni derrota abierta del Partido Militar– retrataba el horror y, mientras, registraba cada gesto de la sociedad argentina de entonces, cada reacción de ese 1985 de democracia frágil.
Los periodistas que pasamos meses allí nos preguntamos durante años si después de cubrir eso habría algo que nos sacudiera igual, como periodistas y, admitámoslo, porque a veces los somos, como seres humanos.
Seguimos. Porque uno sigue. Todos siguieron. Algunos hasta el último día de su vida, como Lázara, y otros hasta hace unas horas y dentro de unas horas.
Pasaron 20 años. Una vida entera para muchos. Una buena parte de la vida de uno. En el medio, en derechos humanos, hubo episodios maravillosos y otros francamente horribles. Yo sé que la historia no se congela, y que se reescribe siempre de nuevo, y que es tonto concebirla como una foto. Tomen esta nota, entonces, como una licencia periodística. Olvídense por un momento de estos 20 años y traten de reconstruir, o construir, aquel momento. No fue agradable, y menos amable. Pero todos, como país, y dicho esto sin reconciliaciones falsas sino solo con ánimo de buscar preguntas, pasamos por ahí. A veces sucede. Y una sociedad sería suicida si desaprovecha esa oportunidad única de entender.