EL PAíS › OPINION
¿Sistema bancario o bomba de tiempo?
Por Alberto Ferrari Etcheberry
Como primer imperialismo globalizador, Gran Bretaña debió afrontar precursoramente la necesidad de mantener informados a sus expatriados funcionarios. Hacia 1930 nacieron los “Keesing’s Contemporary Archives” y, con un alcance más amplio, hace más de medio siglo se le agregó la edición semanal de The Guardian. Los británicos residentes en el extranjero están acostumbrados a una información de primer orden, que incluye el cuidado de sus intereses más concretos, como el análisis de Faith Glasgow (TGW, 1º de mayo) de las ofertas de la banca offshore para los ahorros de quienes por trabajo residen en el exterior: dinero que no necesita ser lavado, que no evade impuestos y que puede retornar a la madre patria sin riesgos. Por lo tanto, que pretende el máximo interés en paraísos fiscales como Jersey, Guernsey o Isle of Man.
Si se necesita liquidez lo mejor son las “notice accounts”: la mejor tasa, 4,30% anual, es del Northern Rock de Guernsey, que funciona como un plazo fijo a 120 días, pues cada retiro debe avisarse con esa anticipación. Si el inversor busca retornos mayores recurrirá a productos de base bursátil, en Londres o en Nueva York. Tras caídas de papeles líderes de los últimos dos años y el escándalo de Enron, todas las ofertas garantizan la devolución íntegra del capital invertido, reduciendo las rentas. El Barclays ofrece un interés anual del 8 por ciento por el 40 por ciento del depósito y para el resto una parte de la ganancia resultante de una canasta de acciones. Scottish Life asegura un interés del 10,2 anual, siempre que los índices bursátiles (Dow, etc.) no hayan caído. RBSI no paga intereses sino el 75 por ciento del rédito que se obtenga por la inversión en cinco fondos top (de JP Morgan, Credit Suisse, Fidelity, etcétera). Hay otra coincidencia en todas las ofertas de estos paraísos fiscales: un plazo mínimo de cinco años para cualquier inversión. De más está decir que ninguno de estos bancos off shore tiene seguros o garantías estatales que protejan al inversor.
A esta altura uno no puede menos que comparar: entre nosotros al 3 de diciembre de 2001 (corralito) la gran mayoría (84 por ciento) de los depósitos eran en dólares (humildes pesos tercermundistas que por la magia de la convertibilidad se anotaban en imperiales dólares) y en un 70 eran por un plazo no mayor a sesenta días, con gran mayoría a no más de treinta, a intereses que llegaban al 20 anual: esto es, de hecho funcionaban como el “premium cheque” por el cual el RSBI paga el 1 (uno) por ciento anual. Y uno se dice: ¿los bancos de los paraísos fiscales exigen que se les tenga una confianza no menor a cinco años para poder obtener un interés del 10 (diez) por ciento anual, mientras que acá para lograr una confianza de sesenta días, o sea, con suerte, treinta veces menos, los bancos debían ofrecer un interés del doble? Algo no cierra.
Y uno continúa: ¿treinta o sesenta días para nuestro sistema, basado en los principales bancos del mundo, como decía Cavallo, y donde por eso la garantía para el inversor es total, pues la banca extranjera no puede quebrar, como enseñaban Roque Fernández, Pou, López Murphy, el Cema y cía., mientras que treinta o sesenta veces más confianza, cinco años, para los bancos de los paraísos fiscales, donde la única economía es recibir depósitos de no residentes, menos aún que Uruguay? Algo no cierra. Que lo expliquen Machinea, Santibañes, Gerchunoff, Carlos Rodríguez o Broda, porque, uno insiste, algo no cierra.
Y entonces uno razona: los bancos no reciben depósitos para guardarlos sino para hacer negocios más rentables que el interés que pagan. Elemental, Watson, el banco es un intermediario. En los paraísos fiscales compran acciones que entienden van a subir, y así ganan comisiones y diferencias. En los bancos locales reciben los depósitos para prestarlos a tasas más altas en negocios que entienden seguros, y así ganan comisiones y diferencias. En los paraísos fiscales las acciones son de primerísima línea mundial y las pueden vender en cualquier momento, esto es, lainversión es segura y de alta liquidez. Sin embargo, señor inversor, no menos de cinco años, por las que Enron contingere. Acá, en contraste, los bancos reciben a treinta o sesenta días, aunque el Merval y la plaza local son, por definición, algo más inseguros que el Dow y aun que el Nasdaq.
Uno reitera: algo no cierra. ¿Cuál era el negocio local?
¿Acaso servir de correa de transmisión para la fábrica de dólares llamada convertibilidad posibilitando así que huyeran los pesos mutados en dólares de las privatizadas, de los lavadores de dinero, de las coimas, de los negocios tipo IBM-Banco Nación, etc? ¿Acaso aprovechar hasta la última gota de sangre el forzado endeudamiento de un Estado que manejaban a su antojo, esto es, el viejo negocio que ya practicaba la burguesía francesa en la época de Napoleón III, el pequeño, según lo describió un pariente lejano de Groucho y de Daniel Marx? ¿Y, uno se pregunta, será por eso que no importaba el plazo sino simplemente recibir los pesos, aunque eso significara crear una clase rentista más propia de la Inglaterra victoriana que de un país desindustrializado de pobres y desocupados en cantidades jamás imaginadas, que no necesita ahorro sino inversión?
Vaya uno a saber cuál es la respuesta científica: pregúntele a Bonelli, aconsejaría Rep a Duhalde. Lo que queda claro son algunas consecuencias.
Los depositantes en dólares lo hicieron sin garantía estatal alguna: por esa misma razón no hace mucho quedaron en pampa y la vía los que hicieron lo mismo en el Banco Patricios y en el Banco Mayo, cuyas historias personales nadie recogió ni recuerda, pero que seguramente son trágicamente similares a las de los acorralados actuales. A varios meses de la última diabólica invención de Cavallo, el corralito, está visto que los depositantes rechazan que el Estado se inmiscuya y quieren verse cara a cara con los bancos, jugando a suerte y verdad. Es entonces un absurdo que el resto de los millones y millones de argentinos que no son depositantes deban aceptar que la economía general y sus economías personales colapsen mientras se busca una solución que sus beneficiarios rechazan.
Y es otro absurdo que si en cualquier caso los depositantes en dólares pierden algo de su inversión, el Estado, o mejor dicho, los que no jugaron ni arriesgaron ni ganaron en la época de buena, les compensen la pérdida, pues: ¿ quién compensará lo perdido a valor dólar en otros activos, desde los salarios a los puestos de trabajo, pasando por departamentos, máquinas o autos? ¿O acaso los rentistas de argendólares tienen coronita? No habiendo, como no la hay, garantía estatal comprometida, si se asegurara con algún bono el 100 por ciento de los activos en dólares, no veo inconveniente para que por vía de un amparo se reclame al Estado los mismos bonos para compensar la pérdida que tuvieron todos los otros activos. ¿Absurdo? No más que en el caso de los rentistas. “¡Ah, no!”, se me dirá. “Lo que está en juego no son sólo los rentistas sino la confianza en el sistema bancario. Los bonos son para que no caigan los bancos, porque sin confianza en los bancos no hay economía ni producción.” Vale: pero no más que una abstracción inútil, algo así como afirmar que la moral es buena, como se burlaba Juan B. Justo, porque la cuestión es analizar la situación concreta. Y lo concreto es que lo que pasó es lo que tenía que pasar: una bomba de tiempo alguna vez explota.
Por eso no parece haber absurdo mayor que desangrarse para salvar a un sistema bancario extranjerizado al mango, y que en el balance no trajo un mango pues todo lo tomó del ahorro nacional, que tras más de 10 años de convertibilidad, “estabilidad”, inserción en los negocios mundiales, privatizaciones y extranjerización, aplausos del FMI, del Tesoro de Estados Unidos, de José María Aznar y Felipe González, de apertura comercial y financiera y con la fiesta del lavado de dinero, logró una confianza de... ¡¡¡treinta días!!! Señor, qué pérdida. Que los Blejerrecuperen a su pariente y que adoptemos como banqueros a los de Jersey o de la Isle of Man.