Viernes, 7 de abril de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Irina Hauser
A fines del año pasado, la Corte Suprema empezó a divulgar una megaconferencia de jueces que se haría cuatro meses después en Santa Fe. Mandó e-mails insistentes a un centenar de periodistas. El evento se hizo la semana pasada y se llamó “Jueces y sociedad”. Pero la sociedad, sorpresa, no estaba invitada. La prensa tenía vedada la entrada a los paneles y los debates, los lugares ideales donde ir a escuchar el parecer de Sus Señorías. Allí no podía ingresar nadie que no fuera juez, ni siquiera los juristas sin toga que habían expuesto en los paneles. ¿Qué querían ocultar? ¿Qué tesoro protegen? Es imposible no preguntárselo.
Para ilustrar cómo funciona y cuán enroscada puede ser la lógica corporativa, un asistente a la conferencia contó que en uno de los talleres llamado “Prensa, Justicia y Sociedad” una mayoría de jueces había llegado a la conclusión de que a los periodistas no les sirve hablar con voceros de prensa. “Quieren hablar con los jueces, y está bien”, buscaron autoconvencerse. Mejor gastar el dinero en recursos útiles, razonaron. Para asombro de esos mismos congresistas, en las conclusiones del encuentro se lee lo contrario: “Se propone la implementación de un centro de prensa de información judicial”. Traducido, un filtro.
Esto podría ser una simple anécdota, pero es mucho más. Es parte de una cultura, de un modo de vida y de pararse ante la sociedad que adquirió una dimensión preocupante esta semana cuando el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados decidió absolver, por seis votos a tres, a dos camaristas del Chaco, María Beatriz Fernández y Tomás Inda, que estaban acusados de haber usado artilugios legales para liberar, e incluso facilitar la fuga, a diez represores que estaban presos por su papel en la Masacre de Margarita Belén, donde fueron fusilados 22 presos políticos en diciembre de 1976. Rápida de reflejos, la mayoría del jury se apoyó en las conclusiones de la reciente conferencia: “El poder de enjuiciamiento o el disciplinario no tienen competencia alguna para revisar el contenido de las sentencias de los jueces”, citó. No lo dice ninguna ley, lo dicen los propios jueces o la jurisprudencia que ellos crean. Fue la base del libreto de los ex supremos automáticos Eduardo Moliné O’Connor, Antonio Boggiano y compañía.
La idea del jury, además, era mostrar que poner la lupa sobre los fallos suele responder a caprichos o discrepancias ideológicas y equivale a condicionar la independencia de los jueces. Es una mirada curiosa, sobre todo si se tiene en cuenta que el “mal desempeño” de un juez es motivo para echarlo. ¿Cómo saber si un juez aplicó bien o mal la ley sin analizar sus sentencias? ¿Cómo esclarecer si fue parcial sin indagar en sus decisiones? ¿Cómo verificar si cumple con su trabajo sin mirar ese trabajo? La imparcialidad, ¿no es acaso un deber de los jueces y una garantía hacia los ciudadanos?
El caso de los camaristas de Margarita Belén tiene un condimento que agrava el cuadro. Es la tercera vez que el Jurado de Enjuiciamiento rechaza los cargos contra jueces por su posible complicidad con crímenes de lesa humanidad. Ricardo Lona fue a juicio político por su responsabilidad en el traslado de los detenidos asesinados en la Masacre de Las Palomitas, en Salta. Víctor Brusa, de Santa Fe, no fue destituido por haber presenciado torturas en la dictadura sino por huir tras haber atropellado a un nadador con su lancha. En suma, no existe casi ninguna instancia donde los jueces sospechosos de apañar violaciones a los derechos humanos sean juzgados por eso. Cuando no es porque los confirmó el Senado en 1984 es por los principios de la corporación, pese a que hoy para llegar a juez “la vocación por los derechos humanos” es un requisito.
Así de lejos llegaron las reglas de la casta, que de este modo entrega en bandeja razones para que triunfen cuestionables reformas como la que achicó el Consejo de la Magistratura. El círculo protector sólo le suelta la mano a algún juez que mató un peatón conduciendo ebrio o alguno que otro demasiado expuesto y políticamente débil, como Juan José Galeano, el de la causa AMIA. Todavía las viejas camadas, las que llegaron a dedo en el pasado, se las ingenian para imponer la voz cantante y tapar una corriente de valores renovados, que la hay. Exhiben que esconden algo, un tesoro, la fórmula que, hagan lo que hagan, los vuelve intocables.
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