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Cuando se acorta para alargar
Por Mario Wainfeld
César Luis Menotti predicaba, hablando de fútbol, que “para entrar hay que saber salir”. Proponía que para avanzar a veces había que tocar para atrás, dar rodeos, no sólo embestir frontalmente.
En ese mismo rango (solo aparentemente) paradojal ayer el Gobierno acortó el término de su imperfecto mandato, para procurar alargarlo. Al fijar elecciones para fin de marzo de 2003 y entrega del poder (es una forma de decir) en mayo supuestamente se mutiló seis meses. Pero en verdad nadie podía garantizarle que llegaría a diciembre de 2003. Por el contrario, esa perspectiva parecía a esta altura una utopía aún más irrealizable que la comunidad organizada de la que hablaba el General.
Eduardo Duhalde busca lograr algo que no tenía garantizado hasta ayer que es sobrevivir hasta mayo de 2003. Piense, lectora o lector, en esa fecha, y notará que se trata del futuro remoto. En otro país serían diez meses. Acá se corresponden a 10 años.
En pos de ese objetivo, Duhalde se salteó ciertas instancias, algunas que serían asombrosas para cualquiera que no manejara los exóticos códigos de la política local: obvió nada menos que acuerdos firmes con la gente de su partido y su principal aliado, el radicalismo. La propuesta abierta del Gobierno, casi un happening, deja librado al debate futuro y anárquico qué pasará con los comicios de gobernadores de provincia y qué con los que renuevan la mitad de la Cámara de Diputados y el tercio de ese orgullo republicano que es la Cámara de Senadores.
El Gobierno, como quien no quiere la cosa, prefigura un escenario espantoso de enorme inestabilidad: condenaría a cualquier opositor que le ganara (en este momento quien más posibilidades pareciera tener es Elisa Carrió, ver asimismo página 6) a padecer seis meses con un congreso hegemonizado por la entente peronista-radical. Cogobernaría en su tramo inicial (aquel que suele ser el más propicio para cualquier oficialismo) con(tra) un grupo de parlamentarios desacreditados, irresponsables, convencidos de que se van y nunca volverán. Ingobernabilidad pura, una falta de responsabilidad pública, mezclada con un guiño ventajero: el PJ hará campaña argumentando que sus rivales no pueden gobernar y agitará explícita o implícitamente el fantasma del empate de poderes.
Los socios radicales miran con pánico la movida que los obliga a lo que más temen, permitir que se les cuenten las costillas en las urnas. Por eso aunque la movida principal no les guste, cerrarán filas con los compañeros justicialistas para impedir toda propuesta de caducidad anticipada de mandatos, que podría dejar a buena parte de sus cuadros sin banca donde sentarse. Y también avalarán que se posponga todo lo posible a la elección de legisladores.
En suma, el Gobierno sólo renuncia a algo que no integraba cabalmente su patrimonio. Se desprende de un tramo de su gestión (mayo-diciembre de 2003) que no tenía, ni ahí, garantizado. A cambio (a cambio de nada) urde un calendario electoral envenenado e impreciso. Lo que se viene es un huracán de polémicas y de presiones que aumentarán el descrédito y la zozobra que ya saturan la Casa Rosada. Adolfo Rodríguez Saá ya empezó a decir lo suyo (ver página 4), Carrió podría amenazar con la abstención y hasta ejercerla, el voto bronca y la diáspora peronista podrían crecer exponencialmente. ¿Logrará el Gobierno prolongar su agonía hasta mayo del año entrante sin consenso, sin prestigio, al mando de un estado sin recursos? ¿Tiene poder para sostener un calendario electoral capcioso que detonará rechazos, cuestionamientos legales y dividirá su propio frente? Hagan juego.