EL PAíS › OPINION

Irresistible fenómeno piquetero

 Por Susana Viau

El lunes 24 recibí una llamada de Miguel Bonasso. Miguel –al que conozco desde jóvenes y de quien me siento fraternalmemte cerca– me contó lo que sabía de una fuente indudable: que habría represión en el Puente Pueyrredón, que estaba tratando de hacerlo saber y que hiciera lo propio.
Lo difundí, igual que él, en la medida de mis posibilidades y con el mismo temor que Miguel había expresado de convertirme en un emisario del miedo. La placa roja de Crónica, con las horas, le daría la razón al informante de Bonasso.
Los piqueteros, el miércoles, avanzaron resueltos hacia el puente, con la cabecera y los flancos de la columna demarcados por el trazo blancuzco de los bastones. Era asombrosa la convicción con la que marchaban hacia su destino. ¿El destino estaba en el puente? Para ellos, el miércoles, sí. Para los gendarmes, la prefectura y la policía, el puente no fue más que el preludio de una tragedia planificada que los piqueteros recién empezaban a vislumbrar. La violencia, dijeron, escribieron y repitieron con intención infamante, había sido el producto de una “interna entre piqueteros” y estalló allí, porque en el puente estaba la Coordinadora Aníbal Verón, la gran amenaza, el diablo con pasamontaña, morral, piedras y hondas, el peligro infinito, la solución final de la democracia. ¿Escuchaba uno bien? La cuantificación de daños consistía en una veintena de vidrieras rotas, un autobús quemado no se sabe aún por quién que utilice la Itaka, una decena de coches averiados. Disturbios –menos de lo que pasa a la salida de los estadios de fútbol– sin paternidad reconocida. Pero aunque no fuera así ¿esa sería la medida de lo que los títulos de los noticieros llamaron “furia piquetera” por 18 millones de hombres, mujeres y niños pobres de pobreza absoluta, por millones de desocupados, por decenas de miles de bolsas de basura convertidas en autoservicios para indigentes, por, en el mejor de los casos, 150 pesos mensuales, 40 puercos dólares para vivir, comer, curarse, taparse o morir?
Pero el poder en crisis ya no está en condiciones de hacer nada bien, ni siquiera las inmundicias. Y los manotazos arrastran a los medios, que pierden los calzones, la vergüenza y la credibilidad. La formidable operación de prensa fracasa y fracasa la cirugía que pretende separar a los piqueteros rebeldes de otras capas de la sociedad. Más aún: la burrada hace estallar el conflicto en el seno del partido del gobierno; enfrenta a la policía con sus mandantes que la han usado, incitado y abandonado para defender el propio pellejo; el desastre se expande y toca a quienes sostienen líneas y tratos con el poder, instala la indignación entre su propia feligresía que ve traicionar a los traidores y vacilar a los vacilantes, pide cuentas a sus dirigentes y los amenaza con la diáspora.
Los equilibristas hacen una pirueta penosa y, como si no hubiera verdades para gritar, convocan a marchas silenciosas; ecuyères de la política, con los cadáveres de los jóvenes todavía calientes, no se atreven a decidirse por las víctimas y repudian “la violencia, venga de donde venga”. ¿Pero acaso no se sabe de dónde vino la violencia? ¿qué les impide pronunciarse? Es que en el fondo, se asustan de los piqueteros, se asustan de las asambleas y se asustan también de los obreros cuando se enardecen.
¡Qué efecto irresistible el del fenómeno piquetero! Parece nacido para poner en aprietos a la progresía. Hace ya unos años fue el Frepaso el que se vio obligado a demostrar que no los amparaba, a dar fe de buena conducta, de no tener intención de sacar los pies del plato. Y lo hizo con las mismas palabras: condenó “toda forma de violencia”. Por entonces escribí que esta gente es insanable y su tontería no resiste un paseo por la historia de la humanidad, de Espartaco a la Bastilla y de la Bastilla al antifascismo, para no recordar sino lo que la moral media, la que charlatanea vulgaridades y pavadas sobre los hechos que otros consuman, traga y regurgita después de vaciarlos de lo proteico, de lo actual, de la sal de la vida.
Hay, por fortuna, otro modo de ver las cosas, de considerar el presente y de pensar el futuro. El miércoles 3 volvió a ponerse de manifiesto. Dejé la columna sur cuando entraba al puente. Había lluvia y barro y frío. Quienes se ganaron el privilegio de hacer el recorrido entero, ningunos ingenuos, comentarían después “qué emoción producía esa muchedumbre que subía hasta cubrir todo lo que alcanzaba la vista”. Es curioso: los que tienen mi edad pensaban, en los 60 y en los 70, qué ocurriría el día en que ese gigante que anidaba al costado del riachuelo, a la bajada de los puentes, en Avellaneda, en Lanús, en Gerli, se moviera. El gigante hizo ademanes pero no se despertó. Lo adormecieron y así, aletargado, lo enflaquecieron, lo descuartizaron hasta dejarlo al borde de la extinción. ¿Qué pasará ahora?, fue la pregunta de los 80. En los 90 los restos del gigante aparecieron esparcidos en las rutas y ante esa evidencia volvimos preguntarnos si a sus enemigos no les estaba empezando a ocurrir lo que al aprendiz de hechicero, porque al fin, eran aprendices, terribles, impiadosos, pero ciegos: eso, aprendices. Nos preguntamos también si era posible lo imposible, si no había que recapacitar y admitir que, a lo mejor, era factible vertebrar lo invertebrado.
Y el gigante, o sus restos, o sus hijos, resurgieron. No ocupan el mismo lugar en la escena, pero regresan a juntarse allí, para hacerse fuertes debajo de los puentes, como imaginábamos en otros tiempos. Esta vez no es el trabajo el que los organiza sino la miseria y, quizás, el vago recuerdo del pasado, de las llamas de las acerías iluminando la noche, del ruido monótono de las textiles filtrándose por los vidrios rotos, de la luz amarillenta de las fábricas a la madrugada, de los colectivos del amanecer, repletos de gente dormitando. Debería volver a hablar con Miguel, pero para comentarle con una alegría compartida, que hay épocas en las que este país parece milagroso.

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