Jueves, 5 de octubre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Jozami *
Hace pocos días, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires realizó una sesión especial por el décimo aniversario de la Constitución de 1996. En un recinto escasamente poblado, los discursos coincidían en alabar a “la más progresista de las constituciones”, pero, llegado el momento de votar las declaraciones que reclamaban la plena autonomía, la sesión debió levantarse por falta de número. El deslucido episodio aparece como un símbolo de la distancia entre las expectativas de diez años atrás y la actual realidad institucional: la destitución de Aníbal Ibarra reveló doblemente la endeblez del sistema político: el jefe de Gobierno –con un mínimo respaldo legislativo– había dilapidado el apoyo electoral del amplio arco político convocado para batir a la derecha y, por otra parte, su destitución tuvo más que ver con una maniobra política que con el juzgamiento ecuánime de su responsabilidad.
La Constitución de Buenos Aires era básicamente un programa. Fijaba las líneas para construir una democracia participativa, resguardaba los derechos individuales con un reconocimiento recíproco de la igualdad y las diferencias, definía las grandes orientaciones de las políticas públicas de vivienda, acción social, salud, minoridad y otras que priorizaban las demandas de los grupos más pobres y afirmaba la necesidad del desarrollo de las zonas relegadas del sur de la ciudad. En momentos en que el neoliberalismo campeaba en el país, en la ciudad de Buenos Aires se impuso una visión distinta que, lejos de rendir culto a los dioses del mercado, reconocía la preeminencia de lo público y la justicia social.
Además, la Constitución sancionaba el rechazo de toda discriminación, la derogación de los edictos policiales, la prioridad a la atención primaria en el área de salud, la desinstitucionalización progresiva de los hospitales neuropsiquiátricos y la erradicación de los tratamientos vejatorios a la dignidad de los pacientes. Eran todos indicadores de cómo la visión progresista iba ganando fuerza en la ciudad. Para llevar adelante con eficacia esas políticas resultaba imprescindible reformar un Estado permeado por la corrupción y el clientelismo.
¿Cuántas de las disposiciones constitucionales se llevaron a la práctica? Sería injusto decir que nada ha cambiado porque muchas de las normas previstas en la Constitución han sido sancionadas y también a partir de entonces se impuso en la ciudad otro clima de ideas que posibilitó la sanción de normas tan avanzadas como la Ley de Unión Civil o el reconocimiento legislativo de la urbanización de las villas.
Pero la misma crisis institucional de la Ciudad es la mejor prueba de la frustración del proyecto constitucional. Aquella coalición de intereses –punteros, empresarios contratistas, dirigentes sindicales– no ha desaparecido, aunque algunos de los actores partidarios hayan sido reemplazados. La fuerza política que convocaba a transformar Buenos Aires –y que fracasó a nivel nacional– hoy ya no existe y el consenso social que acompañó la sanción constitucional aparece fragmentado. Esta frustración de la experiencia de la centroizquierda es el argumento que permite soñar con la victoria a una derecha que ha sido muchas veces derrotada en las urnas.
Cuando ya empiezan a debatirse las candidaturas, sería bueno reflexionar con más profundidad sobre la degradación de las instituciones de esta ciudad que creyó –con algo de ingenuidad pero mucho de vocación de cambio– que podría mostrar desde aquí la posibilidad de construir un país distinto. Para empezar esta tarea, en el marco de un país que crece y busca su destino latinoamericano, el programa incumplido de la Constitución de 1996 nos sigue convocando.
* Ex constituyente y legislador de la Ciudad.
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