Lunes, 20 de noviembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Aliverti
Se cumplen dos meses sin que se sepa nada de López, y algo menos de su última desaparición. Porque López desapareció primero en la dictadura y después tras testificar contra Etchecolatz. Y ahora quedó esfumado de los medios y de la consideración social, que en cierto aspecto es la más espantosa de las tres desapariciones.
Que a López lo secuestraran los militares fue un hecho tan horripilante como previsible. Que no se sepa nada de él tras su testimonio contra un monstruo es igual de horripilante pero enormemente menos previsible porque, aunque se conozca que la mano de obra desocupada todavía tiene trabajo, se perdió la costumbre de que esa mecánica sea cotidiana. Pero que su caso haya ingresado en un olvido que no para de crecer; que la mención de su apellido haya quedado remitida a las acciones de unos pocos grupos militantes y voces sueltas; que ni siquiera se lo tenga en cuenta en las columnas de opinión de los principales analistas del país, presuntos progres incluidos, a más de que dejó de figurar en los diarios y noticieros del día a día y de que ya se ve que sólo “reaparecerá” los 18 de cada mes (bien que, a estar por la cobertura periodística de la marcha del sábado pasado, tal vez ni siquiera eso); que, en pocas palabras, sea como producto del ninguneo mediático o como resultado de algunas características de nuestro biotipo de sociedad, López no ocupe casi lugar alguno en la agenda pública, es lo más horripilante de todo. Porque se cumplió lo que era previsible.
La batahola de San Vicente y el resultado electoral de Misiones tienen un impacto de patas cortas entre lo que la gente especial denomina “la gente común”, porque la marcha de la economía sigue oronda de la mano de sectores bajos resignados o asistencializados y sectores medios con sus expectativas de consumo recreadas. En el mismo sentido, la desaparición de López hace ruido (y lo haría mucho más si el desenlace fuera el más grave) en un momento en el que no se quiere escuchar malas noticias. No hace falta ninguna encuesta para constatar que la construcción colectiva acerca de López dibuja al episodio como un misterio; que lo más a mano es decirse que se lo tragó la tierra, y que como mucho se trata de una situación inquietante pero aislada. Encima, López es un tipo de casi ochenta años, no tiene el “perfil” de un militante connotado, su profesión fue la de albañil y supo decirse que sufrió algunas etapas o situaciones de extravío. Con esos ingredientes, aunque nadie lo reconozca queda asentada la autojustificación de que es muy difícil saber qué pasó, que tal vez no se sepa nunca, que el tema es “extraño” y que probablemente ingrese a la galería de hechos jamás resueltos, dando entonces por sobreentendido, o aceptado, que se trata de un caso policial. Esto último no deja de ser un tanto (¿sólo un tanto?) paradójico, porque qué mejor caso que el de López para simbolizar la ineficiencia de las fuerzas de seguridad en eso de proteger a la ciudadanía. Sin embargo, López no forma parte del reclamo de que el Estado nos proteja, que debe terminarse con la delincuencia como fuere y que a dónde iremos a parar si es que ya no se puede salir a la calle. Justamente, López salió a la calle y no se lo volvió a ver. Pero los medios han dejado de preguntarse por qué y en las crónicas de la inseguridad cotidiana ya no hay registro de inquietud por lo que pueda haber sido de su vida. Ni en los medios, ni entre los vecinos sensibilizados por las olas delictivas, ni por parte de los voceros de la derecha, que aprovechan cualquier acto de violencia para colar su discurso de indignación contra las políticas garantistas. Ahora, por ejemplo, es el turno de los barrabravas. Que cayó justo para seguir olvidándose de López. Como diría la rata –como lo dijo literalmente, cuando se sucedía la lista interminable de los actos de corrupción de su gobierno– todo parece obra de una casualidad permanente.
Cabe la presunción de que muchos o la gran mayoría, y desde un comienzo, no terminan de jugar su opinión (y su actitud) por la eventualidad de que López aparezca de un día para otro, tras haber quedado preso de una de esas pérdidas de conciencia de las que se habló. Como si esa probabilidad pudiera cambiar, de raíz, la certificación de que el Estado no encontró respuestas satisfactorias a la primera de cambio en que debieron articularse su capacidad de predicción –frente a los riesgos que podía correr un testigo– y la eficacia de sus servicios de inteligencia.
Es muy complicado, desde las consecuencias objetivas, desmentir que son más los que no quieren saber qué fue de López. El Gobierno, porque a medida que el caso va perdiéndose amortigua su responsabilidad (so pena de que le tiren un cadáver en alguna instancia políticamente “adecuada”). La derecha, porque teme que si la desaparición es consecuencia de una patrulla de tinte paramilitar, así sea inorgánica, le será muy difícil no quedar reasociada a su pasado procesista. La sociedad, porque no quiere saber nada con la aparición de algún elemento capaz de desmadrar o perjudicar la recuperación económica. Las especulaciones pueden ser éstas u otras y se aceptan sugerencias ratificatorias o argumentos contrarios, pero lo concreto es que López está en el olvido. El grueso popular, la dirigencia en general y los medios grandes de comunicación vuelven a mostrar la peor de sus caras.
Esté donde esté y como esté, una inclinación, digamos, natural, lleva a preguntar qué le habrá pasado. Y más tarde, a decir “pobre López”. Si se piensa mejor, deberíamos juzgar que lo que le haya pasado, lo que le hayan hecho e, inclusive, su aparición con vida, ya no están en condiciones de variar la conclusión de que el aparato del Estado –en el mejor de los casos– es de una ineptitud algo así como incalificable, primero para proteger a un testigo puntual contra un genocida y después para investigar su paradero. Y junto con eso, o antes que eso, unos medios de comunicación y una sociedad que se permiten mirar para el costado. O no mirar, sencillamente. Por comodidad, por incertidumbre o por impotencia, no importa.
Quienes coincidan con este diagnóstico también lo harán con que, en lugar de qué le habrá pasado y de pobre López, es mucho más certero decir pobres de nosotros.
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