EL PAíS › CADA VEZ MAS GENTE ALIMENTA ESPONTANEAMENTE A OTRAS PERSONAS
Algo de más, para dar de comer a otro
De a uno, en grupo, desde una asamblea, entre amigos, cada vez más gente se hacer cargo de alimentar a otros. Un fenómeno fuera de todo gobierno, ONG o estructura. Estas historias cuentan cómo se empieza comprando algo de más y se acaba con un comedor.
Por Irina Hauser
La primera vez que hicieron un guiso en el medio de la calle creyeron que, más allá de sus buenas intenciones, todo terminaría en un encuentro de asambleístas con ganas de hacer sociales un sábado al mediodía. Los caceroleros del Cid Campeador se llevaron una sorpresa. Al grito de “a comer” empezaron a aparecer más y más comensales. Vecinos de la cuadra, de la vuelta, abuelos, cartoneros, chicos solos, familias de la mano. El reflejo de la asamblea fue repetir el ritual cada semana, después se instalaron en una sucursal abandonada del Banco Mayo e inauguraron un merendero que ya será comedor. Dar de comer, de eso se trata. Aparece como impulso, necesidad, deseo, culpa, satisfacción si se puede, gesto de resistencia. Es una forma de acción que se reproduce por doquier, en rincones insospechados, de múltiples maneras, y a la que la clase media -sea lo que sea hoy– le empieza a dar nuevos sentidos.
“Yo tengo la suerte de trabajar. Descubrí que muchos de mis vecinos, gente que jamás me hubiera imaginado, tiene hambre”, dice Octavio, un analista de sistemas de 34 años, asambleísta del Cid. “Cuando vamos con mi mujer a hacer las compras del mes o de la semana, siempre llevamos algo de más para la olla popular y el merendero de nuestra asamblea. Fideos, yerba, leche, esas cosas”, detalla. El banco ocupado por estos vecinos de Caballito queda en Angel Gallardo 752. “Espacio recuperado para el barrio”, recibe un cartel que reemplaza al logo. Hay banderas, fotos de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, cartelera y una pancarta con el “que se vayan todos”. El domingo 28 de julio, a la mañana temprano, hicieron una suerte de ceremonia de ocupación, que incluyó una limpieza a fondo del lugar. Al día siguiente ya había chicos tomando la merienda. Por ahora los víveres los aportan asambleístas, carniceros, verduleros y otros comerciantes. “Hemos discutido mucho si esto es o no asistencialismo. Lo que está claro es que el hambre está ahí en la calle, la gente necesita comer hoy, mientras se sigue la pelea por medidas de fondo. Por eso también apuntamos a presionar para que el Gobierno porteño nos dé bolsones de comida”, explica Octavio.
Aunque suenan menos –en el sentido literal– en las calles, las cacerolas siguen siendo un símbolo protagonista de estos tiempos. Puestas a cocinar para otros y a ocupar espacios públicos y privados, son parte de un “movimiento social contra la expropiación”, como describe el sociólogo Emilio Cafassi en su libro Olla a presión. “Una nueva semántica de la ciudad” que “fue dejando de ser expulsiva”, define su reciente estudio sobre formas de organización popular.
Cuando hicieron una encuesta sobre los requerimientos del barrio, los asambleístas de Parque Avellaneda detectaron que en el Centro de Salud 13 era imperiosa la necesidad de alimentos para la gente del programa materno-infantil. Los vecinos terminaron ocupando un bar histórico en Lacarra y Directorio, que llevaba cuatro años cerrado. Instalaron un comedor enorme, que desde comienzos de junio atiende a 110 personas por día, y un merendero para 50 chicos. Cinco personas, varias desocupadas, preparan el menú. “Nuestra idea es autoabastecernos, no depender de subsidios estatales”, plantea Gustavo Vera, maestro. En el comedor funciona una cooperativa de trabajo que elabora el pan. Algunos vecinos hacen su propio aporte, se organizan festivales para juntar dinero y comprar carne y de las autoridades porteñas aceptan la llamada “ayuda a granel”: fideos, arroz, polenta, azúcar, papas, cebollas, entre otras cosas. “Todo esto es parte de una economía de resistencia. Desde marzo la agenda de las asambleas cambió, la devaluación atacó el bolsillo y ahora se enfatizan el hambre y la desocupación”, dice Gustavo. “Hay una metamorfosis social catastrófica.”
Yo, tú, él, nosotros
Para los sectores medios, la falta de trabajo, el deterioro de la salud o las barreras para acceder a la educación eran una cuestión compleja y preocupante sobre la que había mucho más por teorizar que otra cosa. Es patente, en la actualidad, que a cualquiera le puede tocar.
Paola Vigo, maestra jardinera de 35 años, y su marido, Esteban Seconde, sociólogo, acababan de hacer una compra en grupo de frutas y verduras con diez familiares y amigos en el Mercado Central. Habían dejado las bolsas en el living de su casa de Pompeya cuando sonó el timbre. Eran los mismos chicos que casi todas las semanas pasaban a pedir algo, lo que fuera. Paola les daba siempre alguna cosita. Pero esta vez tuvo un impulso mucho más grande y agarró algunas de las bolsas y se las dio prácticamente íntegras. A los pocos minutos se dio cuenta de lo que había hecho: era la mercadería que tenía que repartir con el resto del grupo y temía una mala reacción. Pero la mayoría terminó confesando una necesidad de dar comida como modo de ayudar y desde entonces cada uno aporta un peso más por compra para armar una bolsa importante para donar. La primera se la dieron a los chicos de siempre, la segunda a un comedor escolar de la Villa 31 y este fin de semana irá a otro comedor comunitario. “Si uno piensa en lo mucho que se puede hacer siendo medio pelo como nosotros, imaginate si los de arriba se pusieran de acuerdo”, comenta ella.
“El hambre en sí es una primerísima necesidad, de la que cada vez hay más, requiere una satisfacción y es vista como umbral de subsistencia”, señala Cafassi, profesor titular de Sociología de la UBA. “Lo que ocurrió a partir de diciembre fue un quiebre en la separación entre sectores medios y sectores excluidos y desposeídos. Se rompió la hegemonía ideológica neoliberal basada en la culpabilización de las propias víctimas. Los propios marginados tenían la visión de que sus padecimientos eran por mala suerte o por su escasa preparación y esto también se veía reforzado por el otro polo. El primer símbolo fuerte de este cambio estuvo dado en la marcha piquetera, en enero, que fue recibida con un desayuno en Liniers. Los que hasta entonces aparecían como los villeros peligrosos comenzaron a ser aliados”, analiza el sociólogo. En su artículo “Filosofía de la asamblea popular,” el escritor José Pablo Feinmann recuerda que muchos de los que esperaron en aquella oportunidad a los piqueteros con mate cocido o café con leche eran comerciantes, quienes “al fin entienden que el sistema que los obliga a echar a un empleado es el mismo que más tarde los dejará a ellos en la calle, fundidos”.
Mariela, la administradora de un edificio de Palermo, cuenta que hizo una especie de click el día que escuchó en la tele, mientras almorzaba, que “todos los días, 20 mil personas ingresan a Capital Federal para revolver la basura y la mayoría son niños de 4 a 12 años”. En el momento soltó los cubiertos y se puso a anotar lo que decía el locutor. Después lo reprodujo en una carta que distribuyó en todos los departamentos con el título: “Duele, pero necio sería negarlo”. Entonces propuso algunas ideas para tener en cuenta al momento de tirar la basura. “Todo junto nada sirve, pero por separado todo sirve”, escribió. “Por favor pongamos separados los papeles, cartones, por otro lado vidrios, latas y toda cosa que se pudra o intoxique”. Y sugirió envolver “la comida que sobra en bolsitas aparte” en lo posible con “una identificación”.
Un ímpetu similar parece ser el que guía a quienes, a la salida de un supermercado de Parque Chacabuco, entregan parte de su compra a los chicos que esperan a la salida. A veces incluso eligen cosas especialmente para ellos, que no se guardan nada, se toman la chocolatada de un trago y devoran galletitas. Lo mismo le pasa a una chica de pelo castaño lacio, con la nariz rosada por el sol, baja la ventanilla de su Ford Fiesta cuando la detiene una barrera de Barrancas de Belgrano. Le hace señas a uno de los pibes que limpian vidrios, que la mira asombrado, acostumbrado a que lo echen. Ella le dice que no quiere que le limpie nada y le da dospaquetes de puré Cheff. El chico los abraza, sin entender bien qué son, y corre con entusiasmo a mostrarle a sus amigos.
Cafassi sugiere una diferenciación entre “las actitudes individuales de los ciudadanos, como darle un sandwich a un nene, de las colectivas como las políticas que establecen las asambleas en relación al hambre, ya sean ollas populares, boicots a los supermercados u otras. La primera tiende a ser más asistencialista, la segunda es más solidaria”.
Comer para pelear
María Inés, docente universitaria, se paró con una olla hace cuatro domingos en Corrientes y Humboldt para dar un plato de comida a los cartoneros que pasan por ahí a las 20.30. Varios integrantes de la asamblea de Corrientes y Juan B. Justo decidieron sumarse. Desde ese día, los domingos, cada uno lleva una cacerola y preparan “una sopa suculenta con un calentador a garrafa”, explica Sergio, uno de los asambleístas, comerciante ahora sin trabajo. “Estamos intentando organizarnos para dar varias comidas. Hemos visto llegar gente realmente muerta de hambre.”
En la planta baja del Edificio 17 de las Torres de Villa Soldati, se forman colas enormes todos los días. En una panadería abandonada por su dueño harto de los robos, un grupo de ocho amigos, la mayoría desocupados, se puso a cocinar para la gente. “Se dio naturalmente, nos empezamos a juntar y nos salió del corazón”, dice Ricardo, 20 años. “Todos teníamos ganas y necesidad de hacer algo, empezamos yendo a los negocios conocidos a pedir alimentos y ahora, de lunes a viernes, damos una merienda y una cena”, comenta. Leo, de 29, chofer del Hospital Garrahan e integrante del mismo grupo, agrega un dato espeluznante: “El primer día vinieron 11 personas, el segundo 40 y ahora estamos en 180”.
Según datos de la Red Solidaria, que conduce Juan Carr, hasta hace un año cada veinte o treinta días alguien se comunicaba para informar sobre la apertura de algún comedor. Ahora es cada cinco o siete días. El fenómeno no tiene precedentes. Hoy mismo se inaugura un comedor para 60 chicos de la Asociación Civil Horneros en La Boca. En las páginas web de asambleas barriales todos los días aparece alguna nueva iniciativa para saciar las panzas crujientes. Todas, o por lo menos la mayoría, de las asambleas si no lo hicieron ya tienen en mente algún emprendimiento en este sentido. Esto sin contar la gente suelta que hace cosas similares. Las motivaciones pueden ser muchas, pero hay una a entender de Gustavo de Parque Avellaneda, que es básica: “Sin comer no se puede dar la batalla”.
Informe: Romina Ruffato