Viernes, 24 de agosto de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Roberto Gargarella*
Hace más de treinta años, el notable jurista chileno Eduardo Novoa Monreal escribía una serie de textos tratando de responder a la pregunta de si la justicia de su país era una “justicia de clase”. Analizaba entonces el modo en que se comportaba el derecho chileno en una diversidad de cuestiones (“juicios laborales”, “leyes de arrendamiento”, “expropiaciones”, etc.), para sugerir luego una respuesta afirmativa a su pregunta inicial. En parte como modesto homenaje a Novoa Monreal, quisiera hacer algunos comentarios sobre ciertos rasgos propios del derecho penal de nuestro país.
La primera referencia que haría tiene que ver con una larga cadena de actos de inhabitual corrupción que, en la memoria colectiva, se inicia en los años 90. Los actos de corrupción en los que pienso se distinguen por al menos tres rasgos: su magnitud, su carácter explícito (más bien exagerado), y la sólida impunidad que les garantiza el orden jurídico. Tengo en mente casos bien conocidos, que incluyen, por decir algunas, situaciones de enriquecimiento ilícito súbito en la época de las privatizaciones; cómplices pidiendo a gritos ser condenados (caso IBM); arrepentidos auto-inculpándose mientras revelan detalles exactos del delito del que fueron partícipes (coimas en el Senado); o cientos de miles de dólares simplemente abandonados en un aeropuerto, como quien abandona un periódico ya leído. A pesar de la magnitud y evidencia de tales casos, y de contar con normas penales bien preparadas para reaccionar frente a cada uno de ellos, lo cierto es que hechos como los mencionados terminaron casi inequívocamente en la plena impunidad, un resultado agresivo para cualquiera, que ingenuamente puede preguntarse: si estos delitos no pagan, ¿cuáles pueden pagar? Pues bien, dos cosas, al menos, pueden estar explicando tal provocativa impunidad. Puede ocurrir, por un lado, que el sistema de aplicación penal sea, digámoslo así, demasiado imperfecto. Y puede también ocurrir que el sistema penal, cumpliendo con la pesadilla de algunos, sea demasiado garantista –-es decir, que exija niveles de evidencia demasiado contundentes, antes de ser capaz de reprocharle algo a alguien.
Curiosamente, y sin embargo, tal fabulosa impunidad para una corrupción también fabulosa -–que sugiere que nuestro sistema penal es manco, incapaz (por buenas o malas razones) de actuar siquiera en los casos más excesivos– convive con cárceles super-pobladas como jamás antes en la historia argentina (una super-población tal que ha generado preocupación en la propia Corte Suprema). Esta super-población carcelaria desmiente de manera rotunda lo sugerido en el párrafo anterior, y nos obliga a ensayar otra hipótesis. No se trata entonces de que nuestro sistema penal sea simplemente inepto o demasiado garantista (resistente a condenar aun a quien proclama a los gritos su propia culpabilidad, ofreciendo pruebas de ello). Se trata de que el derecho penal se niega insistentemente a castigar ciertos crímenes y a ciertos sujetos, para concentrar toda su atención sobre otros delitos y, principalmente, sobre otros grupos sociales. Se trata, como nos diría Novoa Monreal, de un caso de justicia penal de clase.
La certeza de que contamos con una justicia penal de clase merece dar lugar a lamentaciones, no por conocidas menos justificadas. A todos quienes estamos comprometidos con el derecho, sin embargo, tales circunstancias deben llevarnos a una reflexión adicional, referida a las condiciones de la obligación jurídica, que descansan necesariamente en otra reflexión acerca de las condiciones de la legitimidad jurídica. Cualquiera sea nuestra concepción sobre lo que convierte al derecho en derecho legítimo, es difícil decir que el mismo lo sea, al menos en relación con los grupos más desaventajados de nuestro país, cuando el derecho se muestra mucho más sensible frente a las faltas cometidas por los más pobres, que frente a aquellas protagonizadas por los más acomodados. Es difícil decirlo, sobre todo, cuando el derecho se muestra infinitamente más predispuesto a sancionar a los primeros que a los últimos. Cualquiera sea nuestra teoría de la obligación política, cuesta decir que alguien está obligado a responder a un derecho que se niega, grosera y sistemáticamente, a juzgarlo con la misma vara con que juzga a otros. Mientras el derecho no de muestras evidentes de que está dispuesto a recomponer su actitud, reestableciendo sus compromisos con la elemental igualdad ante la ley (y un buen test de ello podría ser, mal que nos pese, un manifiesto cambio en la composición social de nuestras cárceles), él estará socavando las bases de su propia legitimidad. Más todavía: los que están peor deben saber, aunque nadie nunca se los vaya a reconocer, que tienen el derecho a negarle autoridad a un orden jurídico que una y otra vez, y de modo grotesco, se niega a tratarlos como iguales.
* Abogado y sociólogo. Doctor en Derecho de la UBA y Chicago.
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