EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
La Ley de Radiodifusión no merece llamarse, ya, “la ley de la dictadura”, tras 25 años de gobiernos democráticos. Es el régimen que han consagrado fuerzas populares en su origen, al consentirla o retocarla.
Suena exótico marcarlo, pero el Pacto de Olivos dejó bastante pronto de ser un acuerdo urdido en las sombras. Una elección de convencionales lo llevó al espacio público, la Constitución de 1994 lo hizo, en buena medida, letra obligatoria.
Esas iniciativas tuvieron padres, su trayectoria los trascendió, otros protagonistas acompañaron su existencia.
En consonancia, la extinta “tablita de Machinea” no era digna de ese nombre al momento de su derogación. El ministro de la Alianza la creó pero en ocho años ulteriores otros gobiernos la convalidaron al mantenerla.
La perduración de las rutinas institucionales y la continuidad jurídica del Estado hacen que la ley se autonomice de su creador. La Presidenta rondó el punto cuando marcó (en un chiste de uso interno) que Néstor Kirchner había mejorado la tablita pero que fue ella quien la derogó. El senador socialista Rubén Giustiniani sintonizó la misma onda, pero para clavar un dardo: habló de “la tablita Machinea-Kirchner”.
La continuidad durante un lustro fue una decisión del oficialismo. En el ínterin, el contexto socioeconómico cambió mucho, impactando en el sentido del impuesto. La mutación de la clase trabajadora transformó la supresión de la tablita en reclamo constante de trabajadores en relación de dependencia (camioneros o matriceros, por caso), no de gentes de cuello blanco, algo inimaginable en tiempos de Fernando de la Rúa.
Los ejemplos aspiran a alertar acerca de las peculiaridades de la institucionalidad democrática y del modo en que se prorratean y se reconfiguran las responsabilidades.
No está de moda en el ágora política tomar en cuenta esas complejidades, porque estorbaría para pintar la realidad en blanco y negro.
Y eso no es lo peor.
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Los usos del genocidio: Uno puede enunciar que una política democrática, digamos en materia sanitaria, es pésima. O uno puede decir que es un genocidio. La segunda formulación es más flamígera, exacerba la acusación. Pero también abusa de la analogía, relativiza el concepto de “genocidio”, cuya especificidad es parte esencial de su gravedad. Por lo demás, la impresión auditiva pierde peso en razón directa a la cantidad de veces que se usa: cuando cualquier cosa se designa “genocidio”, la abundancia le baja el precio al concepto.
En el cotidiano argentino sobran menciones a “genocidios” u “obediencias debidas”, homologando la excusa de quienes cometieron crímenes atroces aduciendo que recibieron órdenes, con lo que se evalúa como excesiva disciplina parlamentaria, partidaria o (¡aun!) ministerial.
La grita degrada el lenguaje, resta eficacia a las palabras, rebaja la polémica política al charro plano del delito.
La ex diputada y ex senadora Elisa Carrió es una habitué de esas desmesuras, que tocan un clímax cuando compara a los Kirchner con los Ceasescu, quienes fueron dictadores y no gobernantes democráticos y terminaron linchados por la turba. En la semana sumó dos tópicos poco estimables: comentó, como una gracia, que a la Presidenta le vendría bien enviudar. Y, con gestualidad burlona, le pidió a un conjunto de empresarios que tuvieran paciencia para evitar que sucediera otro 24 de marzo de 1976. Artemio López marca bien en su blog Ramble Tamble que la líder de la Coalición Cívica banaliza el significado del golpe militar. Lo enflaquece, lo priva de historicidad, lo homologa a una crisis de gobernabilidad o aun a la caída de imagen de una mandataria democrática, naturaliza la ruptura institucional.
Kirchner atiza a menudo ese mismo fuego. Desbarró en la plaza Congreso cuando homologó a sus antagonistas en el conflicto del “campo” con los comandos civiles del ’55, que bombardearon civiles. Coloca con frecuencia creciente a sus adversarios en el espacio dictatorial. Un retruécano sobre la soledad de Machinea, enlazándola con la de Pinochet, tiene resonancias parecidas. Es muy sencillo fustigar con buenas razones a los funcionarios de la Alianza, no es prudente emparentarlos con tiranos, que no lo fueron.
El conflicto y la esgrima verbal son connaturales a la democracia. Pero existe un piso común que debería ser preservado por todos los protagonistas. Muchos dirigentes creen que la política es un juego de suma cero, una lectura superficial y esquemática. Por momentos puede ser de agregación o suma positiva; así ocurrió en sustancia en años recientes cuando reflotó el poder presidencial y también ganaron terreno gobernadores e intendentes. En otros trances, la rencilla empobrece el “pozo” común, se come fichas que no capitaliza ninguno de los jugadores. La ruleta política tiene su cero, todas las posturas pierden.
El cronista, como cualquiera, puede errar, pero sospecha que la verborragia exacerbada transforma el pretenso discurso en ruido. Ahuyenta a las gentes del común, alienta su (de por sí extendida) incredulidad y descalifica tanto a los acusadores como a los acusados.
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El centro de la escena: El cronista asume que no encuentra la funcionalidad oficialista a los discursos de Kirchner de los últimos días. Su ánimo confrontativo no resultó bien durante la brega por las retenciones móviles pero, con todo, su táctica de ganar la calle y subir la apuesta tenía una lógica, que era construir espacios nuevos para defender al Gobierno.
En un escenario diferente, dominado por la crisis internacional, sus intervenciones van a contramano del mensaje que propala el Gobierno. La seguidilla de anuncios y mensajes de Cristina Fernández apunta a insuflar confianza a empresarios, trabajadores, productores y consumidores. Se enuncian medidas para engrosar los bolsillos y disipar temores. La convocatoria es a no retraerse, a no especular, a gastar (según cómo le vaya a cada cual) en un paquete navideño, un televisor, un split, unos días en Carlos Paz, Miramar o Iguazú.
La reinstauración del crédito, en cualquier acepción del vocablo, incluye una reformulación de la imagen de la Presidenta, quien ocupa el centro de la escena enhebrando iniciativas.
En torno de Kirchner se elogian sus acciones, por puro acto de fe y redundancia. “Le pega a Cobos para hacerlo responder, quiere provocar la interna opositora.” La intención es patente, lo que no se percibe es la eficacia. Esos efectos son futuros, hipotéticos, deletéreos. Lo tangible, lo que ya pasa es que Kirchner eclipsa a la Presidenta, le resta centralidad y centimil instalando temas menos relevantes, más divisivos.
Se recae en un error basal en la derrota de la 125: proponer una excitada gesta que no es la primera necesidad de las gentes de a pie. Pareciera que eso se registra desde Olivos cuando se trata de desalentar expectativas negativas y cuando se habla de obras, créditos e incentivos keynesianos.
El cronista no alude a un conflicto en la dupla presidencial, desconoce si eso ocurre, supone que ni por asomo. Pero sí cree que hay un desajuste entre los dos mensajes propagados desde el kirchnerismo, disfunción que subraya las dificultades del funcionamiento Cristina-Néstor durante este año, infausto para el oficialismo en buena medida por errores propios.
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