Martes, 26 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
El principio general es la elegibilidad de todos los ciudadanos, supeditada a un puñado de requisitos sencillos de verificar. Lo estipula la Constitución y lo corroboran las leyes electorales.
Pero hay excepciones, taxativas. Una de ellas excluye a los autores de crímenes de lesa humanidad. Está establecida en tratados internacionales aprobados por el Congreso, que valen como parte de la Carta Magna. Para que alguien sea culpable de un delito debe mediar sentencia firme en su contra, hasta entonces lo tutela la presunción de inocencia, garantía básica del sistema penal.
Hasta ahí, todo sería simple de resolver. Pero, en la cruel y cambiante realidad argentina, hay otros factores que complejizan una decisión como la que tomó ayer Manuel Blanco, juez federal con competencia electoral. Ocurre que durante décadas existió un contexto de impunidad que impidió que se investigara y se juzgara a los sospechosos de crímenes. Se cimentó en normas inicuas: la ley de facto de autoamnistía de la dictadura, las leyes de Punto final y de Obediencia debida, los indultos. En años recientes, todos esos escollos fueron removidos y declarados nulos, fulminados por inconstitucionales, por los tres poderes del Estado. Suena paradójico, es la cruda realidad: el Estado confesó su conducta inicua, contraria a la ley.
El punto, entonces, es resolver si, en causas reiniciadas y muy avanzadas, corresponde repensar los criterios generales. Si la Justicia puede vedar ser candidato a un reo con procesamiento firme, que no tiene condena porque el Estado actuó como encubridor, merced a leyes aberrantes y nulas. ¿Puede, en tamaña situación, razonarse como si se viviera en una comunidad regida por leyes razonables desde hace largo tiempo, sin ninguna distinción? La respuesta será siempre ardua, en un país que salteó la legalidad demasiado tiempo. Más aún, que transitó en zigzag entre momentos encomiables de la lucha por los derechos humanos y renuncios feroces.
Blanco debía optar entre dos opciones imperfectas. Se inclinó por la peor a los ojos de este cronista, de los más acreditados organismos de derechos humanos y (seguramente) de muchos argentinos, incluyendo a los lectores asiduos de este diario. Su elección es especialmente cuestionable por la endeblez de sus fundamentos y por omitir expedirse sobre reclamos valederos de los impugnantes. El juez denegó (sin siquiera aludirlo en la decisión) el ofrecimiento de prueba de los denunciantes. Hizo caso omiso del pedido de una audiencia pública en la que se divulgaran las nutridas pruebas acusatorias contra Patti. Contradictoriamente, la sentencia expresa que: “mientras mejor informado se halle el ciudadano respecto de las calidades de los candidatos que se le ofrecen, más libre será su elección y mejor será su juicio sobre la idoneidad de los mismos; y en ello, sin dudas, habrá de estar el mérito de presentaciones como las que aquí se evalúan”. Ese discurrir tendría asidero si los tribunales se consagraran a dar visibilidad a las pruebas contra Patti, en vez de empecinarse en escamotearlas. Durante demasiados años se ocultó la verdad, poner fin a la oscuridad es un deber impostergable, aun si se preservaran los derechos del ilustre preso que mora en Marcos Paz.
Las normas internacionales vigentes les exigen a los estamentos gubernamentales “esfuerzos” para limitar el acceso de criminales a los cargos públicos. Nada menos esforzado que privar de una audiencia pública a los impugnantes, sin el menor fundamento.
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Diputados con pocas pilas: La diputación de Patti recorrió un periplo también espasmódico. Años ha, la Justicia electoral se negó a analizar impugnaciones articuladas por organismos de DD.HH., por entender que su cometido era la exclusiva corroboración de requisitos formales. En 2005, en una sesión histórica, una amplia y transversal mayoría de la Cámara de Diputados lo consideró indigno de ocupar una banca, para la que había sido electo. El eléctrico candidato acudió a los Tribunales, llegando hasta la Corte Suprema, que le dio la razón en una sentencia deplorable. El Tribunal no produjo fundamento alguno, se limitó a calcar sus considerandos de otro expediente, referido a Antonio Domingo Bussi. Las circunstancias no eran idénticas, la sentencia con carbónico fue una lamentable denegación de justicia. Un tema institucional de magnitud imponía un abordaje profundo de la Corte, que subestimó su densidad. Blanco cita asiduamente ese precedente infausto.
De cualquier modo, al decretar (valga la expresión) que el Parlamento no es competente para impugnar a un presunto terrorista de Estado, dejó claro que la Justicia electoral debe analizar a fondo esa circunstancia.
Desde entonces, varios diputados promovieron proyectos de ley reglamentando limitaciones a la eligibilidad de represores conspicuos, aunque sin condena firme. Pero los más tenaces sostenedores de estas normas no tuvieron el acompañamiento necesario de sus pares. Hasta la semana pasada los proyectos no contaban con aprobación en la Comisión de Asuntos Constitucionales.
Durante la sesión en la que asumió Jorge Rivas, la diputada Victoria Donda (Libres del Sur), una de las más comprometidas con esa bandera, mocionó y consiguió un tratamiento sobre tablas. Sin despacho de comisión se trabajó con quórum estricto, sostenido por varios bloques progresistas, más de cien diputados del oficialismo, una veintena de la UCR y la Coalición Cívica, ninguno del PRO ni del peronismo disidente. La norma se aprobó en general pero se empantanó en la discusión en particular, cuando faltaba votar pocos artículos.
El proyecto sancionaba a los represores con procesamiento firme y también a funcionarios de la dictadura, hasta con rango de director. Un diputado rionegrino, Hugo Prieto (radical, aliado del oficialismo por integrar la Concertación Plural), planteó que la limitación a funcionarios del ejecutivo debía hacerse extensivo a los del Poder Judicial durante la dictadura. Allí brotaron discrepancias, pensándose en connotados dirigentes políticos y magistrados que quedarían concernidos en la ampliación. La sesión cayó por falta de quórum.
El trámite parlamentario venidero se bifurca en dos posibilidades: reanudar el debate en el recinto o reenviar los artículos sin aprobación a la Comisión para una discusión más serena.
La polémica sobre las responsabilidades en la frustración parcial de la sesión excede la lógica de esta nota. Sí cabe consignar que, igualmente, se concretó un avance institucional importante. Ahora falta redondearlo, garantizando la sanción total en Diputados. El cronista piensa que el mejor camino es ceñir la limitación legal a los procesados por crímenes de lesa humanidad (más de 500, en las actuales circunstancias) tal como se votó y no ampliar la restricción a otras conductas. Así se posibilitaría un mayor consenso y también una condena más específica a los delitos contra la humanidad. Puede que fueran reprobables otras conductas pero son cualitativamente distintas de los crímenes de lesa humanidad y esa diferencia merece ser reconocida en las reglas democráticas.
Con la foto actual, puede decirse que el Congreso durmió una siesta injustificable, pero puede paliar su pasividad. Ahora está en condiciones de fijar un régimen institucional más certero y digno para las próximas elecciones, un mandato para la Justicia.
De todas maneras, era muy dudoso que el proyecto aprobado contra reloj hubiera podido regir para Patti. Primero, porque es muy improbable que el Senado lo hubiera hecho ley antes de las elecciones. Segundo, porque los magistrados hubieran podido considerarlo inaplicable con retroactividad.
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Equilibrio: Llegará la apelación, la Cámara tomará la resolución definitiva en lo referente a las elecciones porque los plazos procesales no dan para llegar a la Corte. En simultáneo, el Congreso debería avanzar en una legislación reparadora.
Conseguir el equilibrio tras tanta patología institucional es peliagudo. La Justicia, desde la Corte Suprema hasta Blanco, actúa como si jamás hubiera habido anormalidad ni víctimas. Los derechos de los electores son importantes, también los del ciudadano Patti. Pero, a esta altura, también merecen un trato delicado y especial las víctimas de la dictadura, los organismos de derechos humanos, los ciudadanos que desprecian a los genocidas.
Se buscan la verdad, la justicia, la condena. El ritualismo excesivo a veces parece cerrar las puertas a esas justas demandas.
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