Domingo, 4 de octubre de 2009 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
Una nota muy interesante acerca del modo en que se aprobaron algunas leyes bajo los gobiernos de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde publicó aquí Mario Wainfeld, quien contrastó esos procedimientos de apuro, forzados con coerción o dádivas, con el amplio debate que la presidente CFK propició con la ley de medios. Al referirse a la ampliación del número de miembros de la Corte Suprema de Justicia, Wainfeld dijo que Menem “lo precisaba para su proyecto económico social”. Me permito un cordial disenso. Para llevar adelante el desguace del Estado, Menem contaba con el respaldo de aquella Corte, como lo prueban algunos fallos cruciales redactados por sendos jueces de su composición anterior: Carlos Fayt convalidó la transmutación de los depósitos a interés en los bancos por bonos del Estado y permitió actualizar los créditos laborales por la tasa pasiva; a la pluma de Augusto Belluscio se debe la pérdida de los derechos laborales de los trabajadores en las empresas públicas que salían a la venta y Enrique Petracchi fue el inspirador del per saltum para privatizar Aerolíneas Argentinas. La motivación profunda de Menem y su equipo era abortar investigaciones sobre sus negocios. Por eso, además de crear una Corte adicta anegada de amigos, socios y parientes también metió mano en el Tribunal de Cuentas y desactivó durante una década la Fiscalía de Investigaciones Administrativas, luego de remover a su titular, Ricardo Molinas. El contraste con lo sucedido después de 2003 no puede ser mayor: un procedimiento transparente para la elección de los jueces de la Corte, donde personas de prestigio, respetadas incluso por quienes no comparten su ideología, aseguran que los episodios corruptos que se produzcan no gozarán de protección, y el nombramiento en la Fiscalía de Investigaciones de un funcionario también independiente, como Manuel Garrido. (Que no le haya dado el temple para sostener la pelea que estas cosas siempre imponen y haya preferido replegarse es por cierto parte de otra historia). Es la diferencia entre un gobierno organizado para el latrocinio y otro con casos de corrupción.
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