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Un simple lavado de cara
Por Claudio Uriarte
El despido de Paul O’Neill no fue una sorpresa: había sido anticipado por filtraciones del gobierno antes de las elecciones legislativas del 5 de noviembre, y se inscribe en la misma lógica con que el mismo día 5 fue renunciado Harvey Pitt, el escandaloso titular de la Comisión de Valores, y ayer también lo hizo Lawrence Lindsey, jefe de asesores económicos de la Casa Blanca. Hasta las elecciones, la presencia de estos funcionarios era necesaria para preservar la mentira de que la economía estadounidense estaba recuperándose; una vez reconquistado el Congreso, se habían vuelto lastres políticos; sólo falta saber para qué.
Las filtraciones de la Casa Blanca indicaron ayer que George W. Bush habría estado disgustado con la reluctancia de su secretario del Tesoro a impulsar un nuevo gran recorte de impuestos que reactivaría la economía. Se trata de una explicación digna del presidente que propuso combatir la ola de incendios forestales en el noroeste autorizando a las empresas madereras a cortar más árboles: O’Neill asumió sobre la base de un gigantesco recorte de impuestos, y los últimos acontecimientos, tanto económicos como políticos y militares, demuestran que es la Casa Blanca, y no el Tesoro, el Pentágono ni el Departamento de Estado quien tiene el control de las decisiones estratégicas en cada terreno.
Otra filtración decía que O’Neill se mostraba reluctante a abandonar la política de dólar fuerte, mientras la Casa Blanca, más benévola, impulsaría una política de relajamiento de modo de permitir una reactivación por vía de las exportaciones. Sin embargo, el precio del dólar –que ya tiende a caer– lo fijan los mercados, no el secretario del Tesoro, y la verdad es que el mismo O’Neill, en una tortuosa comparecencia ante el Comité de Finanzas del Senado en abril último, había parecido defender un dólar débil para paliar el déficit de cuenta corriente (lo que provocó una estampida especulativa). Y estos presuntos choques de puntos de vista entre la Casa Blanca y el Tesoro terminan de diluirse cuando se observa que Lindsey era asesor de la Casa Blanca y no del Tesoro. Vale decir: no habrá cambios en la política económica de Estados Unidos; sólo una profundización de los regalos impositivos a las corporaciones que ya determinaron que el fisco pasara de disponer de un superávit de más de 150.000 millones de dólares a un déficit de la misma magnitud en los poco menos que dos años que lleva Bush de presidente,
La noticia del derrumbe de O’Neill y de Lindsey se produjo el mismo día que el Departamento del Trabajo anunció una suba de la tasa de desocupación, del 5,7 al 6 por ciento, un record de nueve años. Una evaluación optimista diría que éste fue el puntapié final para el alegre dúo de O’Neill y Lindsey, pero no es cierto: el gobierno federal está restando y no sumando fondos a las economías de Estados en problemas -algunos de los cuales se encuentran al borde del default–, y no se entiende por qué la partida de dos irresponsables privaría al gobierno de su irresponsabilidad esencial. Al contrario: la salida de dos funcionarios proclives al exabrupto y al papelón deja aún las manos más libres a la Casa Blanca para forzar las medidas que quiera en un Congreso que ya tiene en su poder, del mismo modo que la renuncia de Harvey Pitt, lobbista y abogado de lobbistas, no va a acabar con la ola fraudes empresarios que pareció amenazar al partido de Bush en la primera mitad del año. Totalmente al revés: si hasta el 5 de noviembre se hablaba de Pitt -responsable del organismo encargado de vigilar la transparencia de las operaciones bursátiles– como un funcionario corrupto al servicio de los peces gordos, tras el triunfo electoral republicano del 5 sus patéticos intentos de hacer creer que estaba haciendo algo fueron resignificados por Wall Street como una creciente burocracia estatal planificadora de tipo soviético de la que ahora los virtuosos mercados podrían prescindir.
Con sus declaraciones intempestivas y su cerrada negación de ayuda, O’Neill se convirtió en algo así como el enemigo público número 1 de laArgentina, pero la partida de O’Neill no va a modificar la política de la administración hacia la Argentina: si Estados Unidos no cambia una política económica doméstica que lo ha puesto firmemente en el rojo, difícilmente dispondrá de los fondos necesarios –ni qué hablar de la voluntad política– para organizar un salvataje financiero internacional. La situación es más grave de lo que se advierte: los recursos del Fondo Monetario Internacional ya están sobreextendidos, y puede considerarse que los préstamos otorgados a Turquía y Brasil son sus últimas apuestas posibles para evitar el desplome de dos economías cuyas cesaciones de pagos (sobre deudas de 265.000 y 165.000 millones de dólares, respectivamente) arrastrarían al resto del mundo. Tampoco aquí habrá cambios; tampoco sin O’Neill habrá acuerdo de Argentina con el Fondo Monetario, porque son las finanzas del Fondo Monetario lo que condiciona las ayudas –el paquete de Brasil es esencialmente un préstamo del FMI para salvarse a sí mismo– y las finanzas del Fondo Monetario están inextricablemente atadas a un mundo industrializado en que Estados Unidos y Europa están en recesión, y Japón en deflación.
Al final, fue solamente el estilo escandaloso de O’Neill, Lindsey y Pitt lo que determinó sus salidas. Ahora vendrán funcionarios más discretos, más aptos para disimular sus acciones. Y la Casa Blanca no tiene urgencias políticas: el sucesor de O’Neill se conocería a fin de año, lo que implica que su trámite de aprobación en el Congreso recién empezará después del 20 de enero. Cuando el Congreso salga de su receso para escuchar de Bush un mensaje cada vez más interesante acerca del Estado de la Unión.