EL PAíS › OPINIóN

Un emblema, 86 tristezas

 Por Victoria Ginzberg

¿Será por la supuesta “cara angelical” de Alfredo Astiz, por su mirada fría como un témpano, sus ojos inexpresivos, superficiales, el rictus asqueroso que se volvió a ver en sus apariciones en este juicio, su lunar? ¿Será por su infiltración en el incipiente movimiento de derechos humanos, porque logró la confianza y la compasión de las mujeres que ya se organizaban para reclamar que les devolvieran a sus hijos, porque dicen que selló con un beso su traición y eso solo ya parece parte del guión de una película? ¿Será por aquellas víctimas, en apariencia “más débiles”, o por las “más célebres”, por el escritor, el periodista, el militante que utilizó su máquina de escribir para difundir los crímenes que se cometían en los sótanos y usó su otra arma para defenderse cuando lo buscaron para asesinarlo y llevarlo a aquellos sótanos? ¿Será por los bebés que nacieron en una piecita de Capucha, porque, antes de matarlas, a las madres les hacían escribir una carta a su familia que nunca sería entregada y les mostraban un ajuar comprado para ese niño que sería despojado de su nombre y de su historia? ¿Porque hubo víctimas francesas y suecas y desde Francia y Suecia el reclamo fue permanente, una mosca en la oreja para funcionarios políticos y judiciales argentinos? ¿Será porque el edificio, imponente, atraía indefectiblemente las miradas de todos los que entraban o salían de la Capital por la zona norte? ¿Porque sus cuatro columnas, su nombre en el friso, su iluminación nocturna, su visibilidad y presencia eran en definitiva señales de la pretensión de mostrar que todavía estaba allí, que todavía estaban allí? ¿Será porque el jefe, el Almirante Cero imaginó que luego de las muertes, las torturas, las violaciones, podría convertirse en un líder político? ¿Será porque siempre hay grietas y hubo sobrevivientes que incluso mientras la resistencia mayor era mantenerse con vida ya imaginaban posibles juicios, denuncias, declaraciones? ¿Porque cuando “las sacaban a comer” las mujeres escribían su bronca en los baños con el lápiz labial que les daban como parte de su proceso de “rehabilitación”? ¿Será porque muchos de los que salieron hablaron incluso cuando no tenían los dos pies afuera, cuando todavía eran vigilados, cuando el terror seguía habitando sus cuerpos?

Tal vez por todas esas cosas un poco, aunque nada termina de explicarlo del todo. Lo cierto es que la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, se convirtió tempranamente en el símbolo del sistema acabado del horror del terrorismo de Estado. Fue probablemente el centro clandestino de detención y exterminio por el que pasaron más víctimas. Pero no se trata de una cuestión cuantitativa. Algo hizo que a pesar de que ya había más de 240 represores condenados y más allá de la importancia que tuvieron sentencias como las del Atlético-Banco-Olimpo o La Perla o el quiebre que significó para la continuidad de la impunidad en democracia la cadena perpetua a Luis Abelardo Patti, por citar algunos ejemplos, ayer fuera un día bisagra.

- - -

La carga simbólica de la ESMA fue también comprendida por los represores. El juicio que luego de dos años concluyó ayer fue el más resistido desde la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Cuando el Congreso barrió con aquellos dos impedimentos, la Cámara Federal porteña decidió de oficio reabrir las dos “megacausas” que habían quedado congeladas a fines de los ’80: Primer Cuerpo de Ejército y ESMA. En la primera había todavía mucho por hacer, testimonios que tomar, pruebas que recolectar. La segunda estaba casi lista para ser “elevada”, es decir para comenzar con los preparativos de juicio oral. Pero el expediente terminó demorado un año en la Cámara de Casación Penal. Fue el “caso testigo” de los represores y sus defensores, entre los que se contaba el ex presidente de ese tribunal superior Alfredo Bisordi, que luego de irse de ese puesto pasó a desempeñar formalmente el papel de abogado de los acusados de violaciones a los derechos humanos. La investigación sobre el Primer Cuerpo de Ejército comenzó a avanzar y a la vez se abrieron y terminaron causas en distintos lugares del país: La Plata, Córdoba, Tucumán, Mendoza... Sobre la ESMA, sólo se intentó hacer un juicio al prefecto Héctor Febres por cuatro casos. Lo que haya sido ese proceso ¿un globo de ensayo? ¿un pase de facturas al chivo expiatorio? terminó con el acusado muerto por envenenamiento por cianuro en condiciones más que sospechosas. Los Marinos, sea porque tienen mayor poder de lobby, todavía contactos o mucha suerte, lograron demorar sus condenas. Recién a fines del año pasado hubo sentencia para miembros de ese arma en Mar del Plata. Ayer les tocó a sus represores más simbólicos.

- - -

“Es que a través de la ESMA se puede contar el proceso de memoria, verdad y justicia desde la democracia para acá”, apunta Valeria Barbuto, del Centro de Estudios Legales y Sociales.

En 1994, los represores Antonio Pernías y Juan Carlos Rolón fueron al Congreso para defenderse porque los senadores se negaban a votar sus ascensos luego de que se publicitaran sus antecedentes. Admitieron haber participado en torturas y secuestros. El incidente motivó que se estableciera un mecanismo de consulta con organismos de derechos humanos y la secretaría del área para comprobar que los miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en violaciones a los derechos humanos que debido a las leyes de impunidad no podían ser condenados al menos no siguieran haciendo carrera.

Otro marino que pasó por la ESMA, Adolfo Scilingo, fue, con su confesión ante Horacio Verbitsky en El Vuelo, quien inauguró un nuevo período en el vínculo entre la sociedad argentina y la memoria de los crímenes de la última dictadura. La ratificación en la voz de los verdugos de que los desaparecidos eran tirados vivos al mar, terminó de alguna forma con la era del hielo postindultos y dio inicio a un proceso –el de la justicia– que todavía estamos viviendo.

La ESMA también fue punta de lanza en la política de recuperación de los sitios en los que funcionaron centros clandestinos de detención. En 1998 Carlos Menem anunció que demolería el edificio para levantar allí un monumento a la “reconciliación nacional”. La Justicia, a pedido de Graciela Lois y Laura Bonaparte, lo impidió. La medida tomada por Menem derivó de a poco y con el tiempo –desalojo de los marinos de por medio– en la instalación del Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos.

- - -

La sentencia de ayer se festejó dentro y fuera del tribunal. En la sala y en la calle hubo abrazos, lágrimas de emoción, de tristeza y de alegría. “Hemos cumplido nuestro mandato con los compañeros”, dijo como en representación de los sobrevivientes de la ESMA Lila Pastoriza. Además de conseguir la primera condena en la Argentina para la mano de obra de Massera, los que estuvieron secuestrados en la ESMA y pudieron salir fueron durante el juicio la voz de los asesinados y desaparecidos. “Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información”, cita Pilar Calveiro a Tzvetan Todorov en Poder y Desaparición. Los sobrevivientes contaron las historias de los que ya no están, recuperaron sus nombres, sus deseos, su militancia. Para que los muertos dejaran de ser un número, el número que les dieron en la ESMA al entrar y se volvieran una tristeza. Cada uno una tristeza particular. 86 tristezas por las que ayer se hizo justicia.

Compartir: 

Twitter

Imagen: Leandro Teysseire
 
EL PAíS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.