Domingo, 27 de abril de 2014 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Desde 1983, el radicalismo gobernó durante algo así como ocho años. Es mucho menos que lo que consiguieron las variopintas tendencias del peronismo, pero no es poco. Podía y debía haber sido más: el voto popular le confirió diez años pero no pudo llegar al final de sus dos mandatos.
Los boinas blancas acusan de sus caídas a sus adversarios. Es extraño que se burlen del kirchnerismo cuando denuncia tentativas destituyentes pero expliquen en base a ellas sus propios fracasos.
Si se miran un poco los gobiernos de los presidentes Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa se entiende por qué los radicales (y sus apologistas repentinos) sólo mentan al más lejano en el tiempo. Alfonsín tuvo otro piné que De la Rúa y los primeros años de su gestión llegaron a picos muy altos. Empezó a decaer en 1987, no sólo por la defección y el encubrimiento de las “felices Pascuas”, sino también por los sucesivos fracasos en materia económica y social. Se acumularon defecciones ante los poderes fácticos combinados con pésimos desempeños hasta la renuncia del presidente.
Así leído, puede intentarse una sistematización diferente de las administraciones radicales: cerca de cuatro años rescatables, con momentos para enmarcar (de 1983 hasta 1987) y más de cuatro deplorables y nefastos (el final de Alfonsín, todo lo que hizo De la Rúa). Los más cercanos, todo un dato.
Alfonsín emergió en pleno auge del bipartidismo, la Alianza fue un intento de reencauzar el fin de esa etapa en base a una coalición. Su similitud con el Frente Amplio UNEN (FAU) es más marcada aunque la historia jamás se repite como calco.
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Las simetrías existen, sin embargo. Ambas ententes fueron dispositivos electorales. De momento, la Alianza luce como más exitosa en ese terreno. En 1997, dos años antes de las elecciones presidenciales, había batido al peronismo y era gran favorita para las presidenciales. Con un lapso menor por delante, el FAU no picó tan bien. De momento –lo reconocen en privado sus propios dirigentes– sólo aspira a entrar en el ballottage, no necesariamente primero.
La mayor crítica a la Alianza no es haber sido una opción electoral, sino haber carecido de una propuesta superadora o así fuera sustentable. Es un error imputar a los demás su estrepitoso fracaso.
Perder es un avatar de la competencia política, nadie lo desea y nadie está exenta. Un peligro cierto para la nueva coalición (y para los argentinos) es que llegue a la Casa Rosada tan desvalida de proyecto como De la Rúa.
Otro aspecto a recordar, para los moralistas que se propagan, es que la Alianza no fue un ejemplo de virtud republicana. Empezó con asesinatos en la intervenida provincia de Corrientes y terminó con matanzas en todo el país. El Megacanje y el Blindaje fueron más aciagos que las jugosas comisiones que cobraron sus negociadores, pero éstas existieron. Las coimas en el Senado no son un ejemplo excelso de purificación de la política. La lista es larga y cruel, se ahorra por razones de espacio.
De nuevo: la historia no se repite mecánicamente y los errores del pasado pueden evitarse o precaverse. Para eso es útil o hasta necesario un ejercicio de memoria. Todos pueden autocriticarse y superar sus falencias, es una de las virtudes de los procesos democráticos sostenidos. Es difícil hacerlo sin introspección si no se repasa. O si se camufla lo que ya ocurrió en un envoltorio de autoelogios.
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