EL PAíS
La política de aumentos no alcanza para sostener la reactivación
Por Raúl Dellatorre
El mayor mérito de las medidas dispuestas en la última semana por el Gobierno en materia de ingresos (salario mínimo vital, asignación no remunerativa, jubilación mínima, asignación especial a beneficiarios de planes sociales) es que incrementan la masa salarial y, con ello, le otorgan cierto impulso al consumo. Su mayor defecto es que la magnitud de la mejora es, a todas luces, insuficiente. Insuficiente no sólo para paliar la situación de extrema desigualdad que padece hoy la población, sino incluso para dar respuesta a los objetivos planteados por el propio gobierno: sostener la reactivación en base al dinamismo del consumo interno. La propuesta oficial adolece de una grave falla: no se apoya en una política de ingresos más abarcativa del conjunto de la clase trabajadora. Pero cuenta, al menos, con un atenuante: si no es por vía del decreto, hoy en el sector privado no hay prácticamente ningún tipo de transferencia de ingresos de los empresarios a los trabajadores.
Según cálculos del propio Ministerio de Trabajo, sobre un total de 3,4 millones de asalariados registrados en el sistema de seguridad social, apenas algo más de 450 mil tienen remuneraciones declaradas por debajo de los 350 pesos. Estos serían los beneficiarios directos del aumento en el salario mínimo vital. Los casi tres millones restantes se encuentran habilitados para acceder a los 50 pesos adicionales a partir de enero de 2004 como asignación no remunerativa. Un conjunto que, en el mejor de los casos, abarca al 20 por ciento de los que de una forma u otra conforman el universo del mercado laboral (entre 16 y 17 millones de personas). El resto son trabajadores en negro, desocupados, cuentapropistas y desalentados, además de los empleadores y los rentistas.
Desde la vereda patronal hubo reacciones contra “el aumento por decreto de los salarios privados”, como se lo llamó. Además de las consabidas alusiones al “efecto negativo sobre el empleo y la inversión” –resultado que achacan a toda decisión de sacarle un peso del bolsillo a los empresarios–, conocidos gurúes argumentaron que más eficaz sería dejar que fueran las negociaciones paritarias fueran las que acomodaran los niveles salariales, ajustándolos “al nivel de equilibrio del mercado”. Incluso dos entidades patronales, la Cámara Argentina de Comercio y la Confederación Económica bonaerense (Cepba) reclamaron que sean las convenciones colectivas de trabajo las que dispongan los ajustes salariales y no el Gobierno. La Cepba no ocultó siquiera que la intención de pasar por paritarias no era otra que frenar el aumento: justificó el pedido en que “muchos sectores no podrán pagar las subas” en los haberes.
Hasta hubo “expertos” que aseguraron que están en marcha “una cantidad significativa” de negociaciones colectivas de salarios y condiciones de trabajo. Esas referencias están desmentidas por los datos oficiales: desde la última convocatoria a paritarias, enunciada hace ya más de un año, sólo se alcanzaron ante el Ministerio de Trabajo 35 convenios, y de ellos 27 son simplemente acuerdos puntuales y tan solo los ocho restantes representaron negociaciones colectivas. En su mayoría, además, son acuerdos por empresa y no por rama de actividad, lo cual no sólo reduce su alcance –de allí que en la mayoría de los casos sólo trate sobre aspectos puntuales– sino también la capacidad de negociación de los trabajadores. En la actualidad hay una sola negociación colectiva en marcha que alcance a una rama de actividad en pleno: la de la Unión Obrera Metalúrgica. Un gremio simbólico, por cierto, pero siendo el único no parece representar “una cantidad significativa”, como dijo el experto.
De los convenios colectivos firmados en la década del ‘70, todavía quedan vigentes el 50 por ciento. Los gremios que han logrado resistir el embate los mantienen. Los demás debieron negociar “a la baja”, es decir resignando conquistas. Muchos, incluso, vieron desmembrarse sus respectivas convenciones en convenios por empresas. Vista desde el lado de los trabajadores, la negociación paritaria es una institución francamente en crisis, mientras se mantengan las actuales condiciones de extrema debilidad desde el flanco de los trabajadores. No es casual que sean las cámaras empresarias las que reclamen que se las convoque.
Otra falacia argumental contra el “aumento salarial por decreto” fue que, al ser aplicado sólo sobre los trabajadores en blanco, discrimina contra los trabajadores en negro. Por lo tanto, sugieren no aumentarle a nadie. O hacerlo por vía de paritarias, como si éstas sí alcanzaran a los trabajadores en negro.
El salario ha dejado de ser, como lo era hasta los ‘70, la herramienta por excelencia para definir la política de ingresos y la distribución. Hoy son mayoría los que están fuera de ese marco “formal”. Por eso, una política de ingresos requiere otro tipo de propuestas incluyentes del conjunto, como la cobertura social por hijo por la sola condición de ciudadano, el seguro de formación para capacitar a los que están fuera del mercado laboral o el impulso y apoyo a los emprendimientos autogestionarios. Pero condenar los últimos aumentos dados por el Gobierno desde la queja por la “intromisión” del Estado es otra cosa: es parte de la pulseada con el modelo de los ‘90, al que no se lo expulsó, sino que sigue agazapado.