EL PAíS › SUSANA ACOSTA, DEL PARTIDO DE QUILMES

“Te da dolor e impotencia”

Dos pequeños riachuelos de cada lado de la angosta calle de tierra, perros flacos que ladran a los visitantes y pibes de variadas edades, descalzos, jugando a la pelota y “a la pelea”. Es el barrio El Provincial, de Quilmes, a 30 minutos de Plaza de Mayo, un lugar tan olvidado que los políticos no lo visitan ni en vísperas de elecciones. Ahí vive Susana Acosta, de 51 años, que enviudó hace ocho meses cuando un cáncer de pulmón le arrebató a Ernesto, su compañero de toda la vida. Hacía algunos meses, el Dios a quien reza se llevó a su hija, asesinada por su pareja, y le dejó a una nieta de 4 años en guarda provisional. Además, vive con sus hijos Juan Carlos, de 16, y Mariela de 12. Al inicio de la charla parece tímida, pero sólo parece. En segundos se lanza con un monólogo de una lista dolorosa de las injusticias que padece. En los primeros lugares está el que sus hijos no hayan empezado las clases.
“Te da dolor e impotencia. Uno sabe que para que ellos tengan posibilidades de algo mejor a lo que vivimos nosotros tienen que estudiar y ellos quieren hacerlo. Por eso la impotencia de no tener, ya no digo para una zapatillas sino un peso para una carpeta o un lapicera. Siempre hablamos que hasta para limpiar la calle piden estudios”, es lo primero que cuenta esta entrerriana de pelo canoso y ojos grises que a los 10 años llegó hasta el sur del Gran Buenos Aires con toda su familia y sólo pudo estudiar hasta cuarto grado. Al mismo tiempo, pide perdón porque sus hijos no participan de la entrevista; es que hace unas horas les llegó una propuesta que no podían despreciar. A Juan Carlos lo tentaron con diez pesos a cambio de una jornada colgando pasacalles. A Mariela, una familia “con trabajo, de las pocas que hay por acá” le prometió una cifra similar por hacer los mandados toda una semana. “Los dos me dijeron que con esa plata van a poder empezar la escuela”, explica contenta.
Juan Carlos está en noveno año, su edad delata algún abandono o una repetición de antaño. Pero la madre, orgullosa, prefiere no ampliar sobre el tema; en cambio, remarca que “es muy inteligente. Yo le digo que a él sí le da la cabeza y por eso me duele tanto no poder ayudarlo para que termine” y se entusiasma al recordar que ahora sólo le faltan unas hojas -que en los kioscos del barrio se venden “sueltas” de a dos por quince centavos– “porque un amigo ya le regaló un par de zapatillas”. Mariela está en séptimo y, según confiesa su mamá, anda medio triste porque sus amigas empezaron hace una semana y ella sólo las ve pasar.
Desde las calles de tierra cercadas por los pequeños riachuelos –que cuando llueve no son tan pequeños–, Susana advierte que ni siquiera podrá comprar este diario donde saldrán sus dichos y, aunque no es socióloga ni tiene un master en el exterior para que los medios la consulten sobre los problemas sociales, dispara con una exactitud envidiable: “Tanto que los chicos de estos barrios no vayan a la escuela, como que tengamos que almorzar y cenar en comedores comunitarios, que los merenderos estén recontrallenos, que no tengamos casas de material y que los pibes anden en patas tiene una sola causa: que unos pocos se están quedando con lo que debe ser de todos”.
Informe: D.A.

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