EL PAíS › OPINION
La gobernabilidad desde 2001
Por Mario Wainfeld
Las voces surgen de la derecha del espectro político, en especial de sus voceros mediáticos. Pero tienen adherentes “de centro” y abarcan incluso a emisores o periodistas cercanos a la corrección política. La Argentina, sugieren, vive “escaladas de violencia” o “violencia piquetera” tout court. El “caos” campea en sus calles. Reprochan “pasividad” al Gobierno y sugieren escenarios inminentes plenos de riesgos. El espantajo de la ingobernabilidad es zarandeado como un riesgo cercano, si no se toman medidas. Esto es, si no se reprime –“dentro de la ley”, claro está– al movimiento de desocupados, cuya presencia callejera, alegan, pone en riesgo la democracia.
Asociar la gobernabilidad al acotamiento o cercenamiento de los reclamos públicos tiene su tradición desde la restauración democrática. El alfonsinismo –cuándo no– inauguró la idea de que la sobrecarga de demandas ponía en riesgo al sistema democrático, cuyo disyuntor era muy sensible a los reclamos salariales. El Frepaso hizo un mundo de aquello de ceder ante los poderes fácticos, en pos de defender un sistema vacío de contenidos.
Un sentido común instalado –hijo del miedo producido por la dictadura militar y las hiperinflaciones– sostiene que la gobernabilidad se apuntala “por derecha”, concediendo a los poderes fácticos, a los organismos internacionales de crédito, negociando con las policías bravas y con lo peor del poder político. Esta gobernabilidad “por derecha” fue llevada a niveles excelsos por Carlos Menem y tartamudeada por la Alianza.
Lo que la derecha y sus corifeos mediáticos le están pidiendo a Néstor Kirchner es que gobierne “como corresponde”, con la cachiporra en la mano. Aducen que así garantizará un orden básico, imprescindible para el ejercicio de las libertades reconocidas por la Constitución.
El reclamo no registra que en los últimos tres años dos gobiernos debieron acortar sus mandatos por (o tras) reprimir movilizaciones populares. Fernando de la Rúa no pudo imponer a una sociedad hastiada el temor al estado de sitio ni a las balas asesinas de la policía de Ramón Mestre. Escarmentado por el final del aliancista y jaqueado por piqueteros, ahorristas y el movimiento “que se vayan todos”, Eduardo Duhalde comprendió que debía tolerar márgenes de protesta públicas fenomenales sin reaccionar violentamente. Así lo hizo durante algunos meses, hasta que en junio de 2002 la tendencia salvaje y represora de su equipo de gobierno (él mismo incluido) le produjo una regresión a sus buenos tiempos. La policía brava, excitada desde la Rosada y aledaños, aplicó mano dura y asesinó a dos militantes piqueteros. La repulsa social fue estentórea, Duhalde la percibió: aceptó abreviar su interinato y renunciar a una eventual candidatura.
La experiencia cercana acredita que si algo genera ingobernabilidad es la represión estatal. Soportar la voz de la calle, el desafinado coro de cien voces de la calle, es una carga pesada. Pero querer acallarlo es en la Argentina actual un suicidio político. Las instituciones públicas están carcomidas por el desprestigio. El sistema político realmente existente funciona con (mejor, necesita para funcionar) un nivel de protesta muy amplio, muy jacobino.
Uno de los datos de la realidad que entendió Néstor Kirchner cuando asumió es que la clásica gobernabilidad por derecha no era, apenas, indeseable. Era, además, imposible. La gobernabilidad, en una sociedad muy injusta y movilizada, exigía ingredientes progresistas y de regeneración institucional. Contra lo que pensaron los aliancistas y Duhalde, entendió que embestir contra la Corte y los militares procesistas era más funcional a la gobernabilidad que tolerarlos. Que poner distancia con las privatizadas era más funcional a la gobernabilidad que someterse a ellas.
No le fue tan mal al Gobierno pues, aunque se diga lo contrario, en un año sí que pudo gobernar. Para reformar las instituciones, dictar numerosas leyes. Incluso para conseguir un crecimiento económico inédito, que incluyó records de exportaciones. Lo que sugiere, si se me permite bromear apenas, que los cortes de ruta no fueron tan graves como para impedir homéricas ventas de productos argentinos.
Frente a la protesta del movimiento de desocupados ha elegido un camino cuasi gandhiano, ejercitar la paciencia para evitar males peores. “Ni palos ni planes”, dijo Kirchner desde el primer día. No siempre fue coherente el oficialismo con su acertada percepción inicial: tuvo a veces dudas y tentaciones autoritarias. En su momento, fantaseó con una brigada antipiquetes pero tuvo el tino de volver sus pasos, tal como hiciera cuando movió fichas para encarcelar a Elisa Carrió.
La Argentina coquetea siempre con la inviabilidad porque es un país injusto y desigual con instituciones en terapia intensiva. Pero la experiencia de diciembre de 2001 sigue vigente: no hay gobierno que dure si hay represión en las calles. Es más sensato dejar expresar las cien voces de la calle (aunque a veces caigan en la provocación) que arrasarlas.
Así son las cosas desde 2001. Aunque la derecha nativa –avara con sus dineros, dispendiosa de la sangre ajena, distraída de las enseñanzas de la historia como siempre fue– piense distinto.