EL PAíS › DOS POSICIONES ENCONTRADAS FRENTE A LOS CACEROLAZOS
“Yo también quiero un futuro”
Por Marta Dillon
“¿Cuándo nos iba a tocar el tiempo? ¿Cuándo nos tocaría a nosotros?” La bronca era un cuerpo extraño en la garganta de Ana López, algo que no podía quedar allí. ¿Dónde escupirla? No en los piquetes, a cuyo fuego asistió por televisión. No en las marchas en Avenida de Mayo. “Es muy distinto salir a la calle porque no tenés comida, dignidad, educación, nada de nada. Algo de todo eso me queda, pero ¿cuándo iba a tener derecho a reclamar? Yo también quiero un futuro a mis 47 años, ¿cuándo iba a poder gritar?” Diciembre le había mostrado un escalón más en el descenso. Por primera vez en veinte años no había podido pagar el alquiler. “Y lo peor es que hasta hace poco me echaba la culpa, que no me iba bien, que era yo la que no hacía bien mi trabajo, la que no se entendía con los comerciantes, que tampoco encaraba bien mi obra, que no conseguía galería, un sentimiento individual y culposo. Hasta que me empecé a dar cuenta y resignifiqué mi lugar en el mundo.” No fue de un día para el otro la toma de conciencia, pero esa comodidad entre la multitud que golpeaba metales domésticos fue súbita. Enseguida supo que el destino de esa algarabía estridente, de los que se reconocían entre sí quebrando el aislamiento a fuerza de sartén y espumadera, era la plaza del Cabildo. “Como si fuera un 25 de mayo, ése era nuestro lugar, el que imaginaba mientras esperaba el momento. El lugar de esa suma de individuos huérfanos de proyectos. Y sin banderas, eso era importante. Porque parte del desasosiego pasa por no tener ninguna. Por decir algo a pesar de eso y que no quede aislado en alguno de esos ghettos ubicados más cerca o más lejos, pero siempre en relación al poder.” El final de año fue tan estrepitoso que Ana no pudo contar a favor ser invitada a exponer en Madrid, en Arco, donde se reúnen las galerías más importantes del mundo. Su emprendimiento, que proveía de productos artesanales a una importante papelera de Palermo, languidecía con la crisis y la dejaba sin aire. La interrupción de la cadena de pagos, los cheques con fechas increíbles, la amenaza de esa puerta abierta hacia la pobreza en la que, escuchaba en la radio, caían todos los días miles de personas como ella, ese fue el caldo en la cacerola que finalmente dio vuelta para golpear. Pero no le alcanzó para avizorar algún camino. “Los cacerolazos sirvieron para darnos cuenta de cuántos somos y cuánto ruido podemos hacer. Pero todavía está todo muy confuso. Hay un montón de gente que quiere decir algo y no sabés qué. Aun en el caos estamos buscando un lenguaje.” Qué decir es otro tema. “La verdad es que no me imagino a este movimiento organizándose. Yo no me siento unida a quien sale porque le tocaron el plazo fijo, me hacen falta cosas más tangibles. Lo mío tal vez es una deuda con mi generación. Puede ser que a los veinte me haya quedado al margen por mamerta. Pero a los 47, no.”