EL PAíS
Bombos y cacerolas
Por Sandra Russo
Parecen dos sonidos irreconciliables, como irreconciliable fue durante décadas el tejido social argentino. Parecen dos sonidos que se excluyen. Pero para saber qué dicen hoy los bombos y qué dicen las cacerolas habría que agudizar el oído, abrir el pecho y desprejuiciarse, porque este momento, con toda su carga de dramatismo y de dinamismo, exige no sólo salir a gritar, sino también detenerse a escuchar. Quienes no lo hagan pueden convertirse, como las barras que se enfrentaron esta semana en las calles aledañas del Congreso, en protagonistas nuevos de una historia vieja.
Todavía el sonido de las cacerolas es enigmático. Inaugura una liturgia popular distinta a todas las conocidas. Su irrupción fabulosa en la escena pública y los cambios que generaron desde el 19 de diciembre permitieron una lectura probablemente fidedigna pero epidérmica. Como si los reclamos populares fueran una cebolla cocinada al calor del hambre, de la humillación, de la injusticia y del hartazgo, en sus primeras capas hubo un consenso generalizado para pedir basta de De la Rúa, de Cavallo, de esta Corte Suprema, de corralito, de rosca política, de clientelismo, de corrupción.
Con De la Rúa ido y Rodríguez Saá llegado, hubo cuarenta y ocho horas de calma hasta que Carlos Grosso hablando con sorna de su propio prontuario, sumado al nerviosismo border que provoca en la clase media no poder disponer de su dinero o verse sometida a colas bancarias que solamente banqueros de ínfima astucia y mínimo don de gentes pueden no haber evitado, hizo que las cacerolas volvieron a tronar. Hay un indio despierto en ese ruido metálico: es el ruido que llega después de un silencio de clase, después de una generación perdida, después de haber creído en los buenos modales y en el valor del estudio y del trabajo. Es un ruido que llega para tapar un duelo.
Lo que están velando con su ruido infernal las cacerolas es la Argentina del ascenso social, del hijo doctor, de la casa propia, de la semana de veraneo, la Argentina de los libros que alguna vez se enfrentó o fue enfrentada a la Argentina de las alpargatas. Pero velan también la aspiración a la casa en el country, o a la 4 por 4; velan la ilusión neoliberal de la salvación prêt-à-porter. Velan el espantapájaros menemista, vestido con harapos importados, y también velan las cacerolas, a la unión cívica radical, muy dueña de sus minúsculas, porque también fueron tradicionalmente doctores que parecían confiables aquellos radicales que defendían la libertad y la justicia, y que puestos a gobernar se hundieron en el fango de su horrorosa pusilanimidad.
Y no hay que olvidar, en el dolor expresado tapa con tapa de olla, la impotencia y la frustración del progresismo y de la izquierda, siempre encapsulados en sus verdades absolutas, siempre impecables en los borradores pero abatatados hasta el paroxismo cuando se trata de construir poder.
La cebolla del cacerolazo, sin embargo, sigue teniendo capas, y a medida que se vayan cayendo dejarán al descubierto que lo que los medios han llamado homogéneamente “gente”, son personas con diferentes reclamos, con diferentes expectativas y con diferentes intereses, a veces contrapuestos. Son sectores. La ausencia de consignas más allá del “basta de política”, la ausencia de banderas y el espontaneísmo que produjo esta vuelta de tuerca inesperada, necesariamente –y ojalá que así sea– dará paso a nuevas consignas, nuevas posiciones políticas, nuevas banderas y una nueva manera de organización popular. Si ello no sucediera, las cacerolas van a ser usadas por cualquiera que lea en ellas lo que se le ocurra. Es decir: las cacerolas deberán adquirir un lenguaje que exceda al ruido, que lo explique.
Pero a medida que ese proceso vaya germinando, habrá choques, porque atrás de las ollas se encolumnaron deudores y ahorristas, peronistas y radicales, izquierdistas y liberales, militantes e independientes, porteños y bonaerenses, empleadores y empleados, y el día a día y losreclamos puntuales –es decir: las capas más profundas de la cebolla– harán necesario un gobierno que arbitre y un Estado que respalde. Pero también y sobre todo hará necesario un grado de civilidad mayúsculo, para no ser víctimas, en un escenario nuevo, de un final antiguo que muchos firmaron con su propia sangre.
La marcha peronista que Rodríguez Saá no se privó de cantar en la CGT mientras el país estaba ardiendo, o el sonido de los bombos que recalentaron el barrio del Congreso cuando Eduardo Duhalde estaba por ser electo presidente, dijeron algo amenazante. No porque los peronistas no tengan derecho a cantar su marcha todas las veces que se inspiren o porque los bombistas no tengan derecho a su propia, querida e histórica liturgia, sino porque en este país que acaba de morir, en esta forma de hacer política que todavía velamos, en este duelo colectivo que sigue congestionándonos el pecho, también murió –debe haber muerto, y si no matémosla ya– esta forma de enfrentarnos.
Hubo un tiempo en el que el sonido de los bombos no implicaba aparato clientelista ni manipulación política, sino la expresión más genuina de sectores que por alguna razón jamás fueron interpretados por nadie que no fuera peronista. Ese sonido es el que debería ser nuevamente bienvenido, si ese sonido naciera otra vez. Un sonido celebratorio, el sonido de un sector mayoritario acaso –y eso qué–, pero no de un sector que, como arengó Humberto Roggero en su alegato prehistórico del martes, ubique a los demás sectores en la “antipatria”.
“Nunca me interesó la política, siempre fui peronista”, decía un entrañable personaje de Osvaldo Soriano. Por las paradojas de la historia, alguna señora de clase media podría decir ahora: “No me interesa la política, yo salí con mi cacerola”. Si como pueblo hemos llegado, merced a la desesperación y a la costra de todos estos años viles, a cierta mayoría de edad, deberíamos advertir que mientras unos limpiaban los bombos y otros fregaban las cacerolas, nos quedamos sin país. Que del río revuelto siempre hubo alguien que sacó ventaja. Que será inevitable que, aun entre quienes escuchan conmovidos el sonido de los bombos y entre quienes se aúnan detrás de las cacerolas, pronto aparecerán matices y desacuerdos. Y es justamente para eso que hace miles de años los seres humanos inventaron la política: para dirimir civilizadamente, y no a cascotazos ni a balazos, los conflictos entre los diferentes intereses.
Pero para eso hará falta dejar de denostar a la política, y darnos cuenta de que no se puede achacar la impericia de los jinetes a los caballos.