Miércoles, 8 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Marta Dillon
La imposibilidad de nombrar siempre genera impotencia. Es como un río oscuro que arrastra oportunidades de quitar de sí –del propio cuerpo, del cuerpo social incluso– aquello que oprime porque no se puede asir, delimitar su contorno, darle palabras para enfrentarlo. En el día de ayer, mientras se sucedían los discursos y los votos a favor de la destitución del ex jefe de Gobierno, esa sensación crecía. Tal vez porque plantear antinomias tan perfectas entre golpistas y defensores de las instituciones dejaba afuera la posibilidad de habitar los grises, de encontrar un lugar en donde pararse sin recibir un tilde demoledor; como si estar en contra de la destitución fuera estar en contra del dolor de los familiares, de la seguridad de los hijos y las hijas de todos y todas. Hubo muchas personas que se manifestaron, sin embargo, sin dudar, en apoyo a Aníbal Ibarra. Y sin embargo no fue suficiente el pronunciamiento para poner en palabras las razones que lo sostenían. Es como si hubiéramos asistido al triunfo de una revancha. Alguien tenía que caer, alguien tenía que pagar y eso pareció tener una fuerza tan inexorable que no hubo dique que detuviera la corriente. Por ese agujero negro que abrió Cromañón en el centro de la ciudad, en la vida cotidiana, se escurrieron otras oportunidades: de revisar el modo en que pensamos a las y los adolescentes, en qué decimos cuando decimos inseguridad, en las responsabilidades colectivas. No tiene caso nombrar otros casos en los que las culpas políticas salieron indemnes, como el atentado a la AMIA, la explosión en Río Cuarto, los presos masacrados el año pasado en el penal de Magdalena, los piqueteros muertos en Puente Pueyrredón... No tiene caso, pero sin embargo vienen a la memoria por la imposibilidad de nombrar esta desazón, esta sensación de haber sido atropellados en la voluntad popular, incluso en la búsqueda de justicia. Algo se jugó en la tarde de ayer que es como un espejo roto de la sociedad que somos. A veces parece que nombrar responsabilidades colectivas diluye la culpa de los ejecutores. Después de la dictadura se pudo nombrar con relativa facilidad a “los demonios”, se pudo juzgar, acotadamente, a los principales asesinos. Pero todavía falta preguntarnos dónde estábamos cada uno de nosotros mientras en los campos de concentración se torturaba, se violaba, se asesinaba. Las distancias son inmensas, pero algo hay en el espejo, una sombra: no somos capaces de mirarnos, antes que eso es mejor cortar cabezas. Mientras al menos una ruede, los demás estaremos a salvo.
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