EL PAíS › EVA GIBERTI
La cuestión de la confianza
Entre las frases que los avatares socio-económicos acuñaron entre nosotros surgió una que conmueve por su empecinada reiteración en boca de políticos y expertos: “Es necesario que la gente vuelva a tener confianza”.
Al repetirla quizá se logre que adquiera carácter de letanía o de jaculatoria acompañante; de este modo podría tornarse eficaz si se la convirtiese en mantra ritual. Pero se mantendría distante del análisis que demandan sus complementarios, la desconfianza y la decepción, una vez que ha colapsado la fiabilidad en las instituciones y en los circuitos bancarios. Fue Giddens quien desmenuzó la distancia que separa la fiabilidad de la confianza; pensó que la confianza –como producción comunitaria– depende de la fiabilidad de los sistemas especializados (instituciones reguladas por expertos) que crean seguridad, y también está asociada a la consistencia de los ámbitos cotidianos (funcionamiento de la vida familiar).
Se intenta neutralizar la desconfianza porque implica el descrédito de las promesas, de las garantías y adquiere su máxima vigencia cuando se verifica que se rompió el enlace entre la palabra garantizadora (“yo le cuido su dinero”, según los bancos) y los hechos reales. Esa ruptura produce una herida narcisista que sangra cuando la ciudadanía no puede juntarse con el sueldo o los ahorros; herida agravada por la impotencia que dicha frustración produce. Al mismo tiempo la desconfianza se convierte en injuria psíquica y verbal contra aquello que traicionó la confianza: alcanza con escuchar lo que se dice acerca de los bancos y acerca de los políticos que facilitaron los procedimientos corraleros. Comencemos entonces por ese lugar instituIdo como categoría nacional: ¿qué es un corralito? ¿Una verja de madera destinada a limitar los desplazamientos de los chicos dentro del perímetro doméstico? Esa es la extensión ilícita y denigratoria del lugar que se destina a los niños pequeños considerándolos animalitos. También los adultos quedamos incorporados en el dispositivo limitante merced al corralito, palabra que se repite con aire ingenuo y aun risueño. ¿Es una expresión internacionalmente reconocida en los ámbitos de las Ciencias Económicas para referirse al “sitio cercado y descubierto donde se tiene a los animales domésticos: aves, conejos, etc.”? ¿O al “cercado más grande donde se tiene ganado de cualquier clase”? O, tratándose de un argentinismo: “hacerle a alguien corralito quiere decir rodearlo para obligarlo a rendirse o entregarse preso”. ¿Es posible que se haya elegido ese diminutivo para describir los efectos de una decisión grave que, sin necesidad de imaginación extrema mantiene acorralada a la población?
La desconfianza injuriosa es producto de constatar que el dinero está bloqueado, lo cual genera la vivencia de acorralamiento. A partir de verificar dicha vivencia, de constatar la no disponibilidad de sueldos y depósitos, circunstancias que comprometen la existencia de miles de ciudadanos (a los que debemos añadir las desdichas de quienes no cuentan con dinero en los bancos y tampoco tienen trabajo) se plantea la necesidad de generar confianza.
La confianza comienza siendo una construcción individual, cuyo origen se nutre en la infancia, en la relación con los adultos. Se confía en aquello que se reconoce como duradero y garantizador de apoyo, de alivio, de seguridad. El sobresalto y lo imprevisible impiden la construcción del sentimiento de confianza, o deterioran el que previamente pudo organizarse. En este terreno es donde nos posicionamos, repitiendo “la plata está en el corralito. ¿Cuándo la podremos sacar?” tratando de avanzar en la dimensión exquisita de la confianza que es el futuro. Pero ese futuro está habitado por los que garantizaron todo lo que no se cumplió, aquellos que estarán obligados a la reciprocidad de la confianza que se les otorgue, respetando lo pactado. Es el mundo habitado porquienes protagonizaron la historia de cinco presidentes en ráfaga y reconocen que la alternativa es programar la recuperación de los depósitos en dólares hasta el 2003. En este escenario y con estos protagonistas se recomienda confiar. Como lo escribe Lechner, “confiar es reflexionar la inseguridad (...) La confianza no ignora el riesgo”.
Sin duda es preciso instaurar confianza pero, ahora como sentimiento carente de ingenuidades y, paradojalmente, capaz de mantenerse en alerta. Reformular la idea de confianza cuando es complejo contar con la fiabilidad de sistemas en los que es inevitable confiar, demanda el esfuerzo ciudadano de controlarlos y además apelar a los propios recursos psíquicos para inventar futuros (¿Utopías?).
Actualmente se trata de gestar una confianza que apunte a transformaciones, y no sólo a repeticiones conformistas. Una confianza asociada con el deseo, siempre que sea un deseo caracterizado por su poder de transformación, es decir, que se desarrolle entre los obstáculos, según el pensamiento de T. Negri. No me consta que sea ésta la confianza que actualmente se solicita para asumir un nuevo sistema financiero que respondería a las características de un país distinto; un país en el que, entre otros cambios reformulase la redistribución de bienes.
La confianza tradicional, que no es la que acabo de describir, es la que se solicita a una población angustiada, decepcionada y en el borde de la furia. ¿Cómo responderá la población al comprender que en los circuitos del poder se confía en que sea ella la que financie con su dinero y con su comprensión la crisis que el poder gestionó? Crisis que la ciudadanía (dicho sea sin las distinciones y matices necesarios) no supo o no pudo advertir, y que ingenua o frívolamente consintió.