ESCRITO & LEíDO
Mitos sobre el desarrollo
Por José Natanson
En la introducción, provocativamente titulada “Cuando es triste la verdad”, Federico Polak cita una definición encontrada en un supuesto viejo diccionario español de 1919 en donde, después de los datos geográficos y demográficos de rigor, se afirmaba: “Todo hace creer que la República Argentina está llamada a rivalizar en su día con los Estados Unidos de América del Norte, tanto por la riqueza y extensión de su suelo como por la actividad de sus habitantes y el desarrollo e importancia de su industria y su comercio, cuyo progreso no puede ser más visible”.
¿Es cierto que, luego de la Primera Guerra Mundial, todo hacía creer que la Argentina, que brillaba gracias a las ganancias extraordinarias de sus exportaciones agropecuarias pero que prácticamente no tenía industria, podía competir de igual a igual con Estados Unidos, que acababa de desbalancear el tablero europeo y que se afirmaba como potencia mundial? Y, un poco antes, en el último tercio del siglo XIX, ¿es cierto que Argentina –que recién estaba tomando forma de nación– había alcanzado el mismo nivel de desarrollo que Estados Unidos?
No es el de Polak, se apura a aclarar el autor, un Manual (actualizado) de Zonceras Argentinas, sino más bien un estudio de mitos y leyendas, enfocado a desencantar aquellas que contribuyeron a ocultar lo que considera un debate irrealizado y central: el que gira en torno a la expansión, el crecimiento económico y el desarrollo inclusivo.
Parte, lógicamente, del mito de la generación del ‘80, de la difundida idea de que Argentina fue hasta no hace tanto un país desarrollado. Y es difícil no estar de acuerdo: como suele decir Rodolfo Terragno, afirmar que la Argentina de esa época, la potencia agroexportadora que festejó su majestuosidad en el Centenario, era un país desarrollado, equivale a decir que Arabia Saudita es hoy un país desarrollado. “¿Puede creerse con seriedad .-argumenta Polak– que hemos bajado abrazados al balde del aljibe criollo en los últimos setenta años, desde una posición dominante contraída a partir de la génesis imaginada por una dirigencia lúcida denominada “generación del ‘80” en el lenguaje cotidiano, o será que en realidad nunca alcanzamos la cima, y tanto dirigentes como dirigidos volamos siempre bajo, muy bajo, con acentuada mezquindad y olvidados del espíritu de progreso?”
Polak repasa cuatro experiencias históricas –el Brasil de Kubischek, la Argentina de Frondizi, la Cuba reformista de 1959-1961 y la primavera democrática de Alfonsín– y concluye que Argentina, en verdad, nunca tuvo un proyecto de desarrollo inclusivo. Lo que persigue el autor, un reconocido abogado cercano a Frondizi y a Alfonsín, es “una estrategia como nación, un rumbo cierto y continuado, de avance moderado, pero constante, que le hubiese permitido poner en movimiento toda su potencialidad”. Sería interesante preguntarse si los países, aun los más desarrollados, avanzan según ese camino recto y consensuado que se reivindica para Argentina, o si el desarrollo no implica, además de avances, atajos, curvas y hasta retrocesos. Un desarrollista de pies acabeza, con los aspectos positivos y los puntos obsoletos de esta teoría, Polak cree genuinamente en esta perspectiva un tanto lineal, y ha hecho el esfuerzo de plantearla con ingenio y voluntad polémica.