Lunes, 31 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Javier Lorca
No es fácil para el saber versar sobre el presente: que Hegel lo haya escrito hace tanto (aquello de la lechuza y el atardecer), y que haya sido repetido incontablemente desde entonces, no mellan la verdad del aserto. En algún sentido, si no en todos, tampoco es deseable: la inactualidad del pensar es germen de su autonomía. El problema –un clásico de la filosofía que modernamente acosa a las ciencias sociales– es que su exacto reverso es menos que seductor: abandonar toda práctica a un presente irreflexivo. Como conjunto, como producto editorial, la revista Sociedad esboza y ensaya alternativas posibles. Entre la interpelación más o menos explícita y la intervención alusiva, en esa sugestiva oscilación despunta su riqueza, en la libertad de movimientos que concede como fuga creadora a una lectura asediada por el círculo cerrado de la prensa periódica.
Al cuidado de Christian Ferrer y Eduardo Grüner, publicada por la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y Editorial Prometeo, Sociedad abre su número 26 con “La tragedia del desarrollo”, un artículo de Norma Giarracca sobre “las disputas por los recursos naturales en la Argentina”, por el petróleo, los minerales, la tierra, el agua, incluido el conflicto por las papeleras. Giarracca reflexiona sobre la relación entre democracia y nuevos movimientos sociales, los que –concluye– “marcan límites a un `desarrollo’ que podemos caracterizar de apropiador y extractivo, pero básicamente mortificante, que enferma y entristece a los sujetos”. Las opciones que esta “mercantilización de la vida” dejan a las personas son dos, o “agudizar el sentimiento de mortificación” con un rol pasivo o protestar. “Pueden seguir engañándose con mitos y promesas (de trabajo, de un bienestar parecido al del Norte, etc.) o pueden emprender la vida desde sus propias potencialidades. Esta última es una actitud transgresora y alegre y fuerza a los Estados a torcer algunos (no muchos) rumbos.”
Con diferentes preocupaciones y perspectivas, varios artículos se abocan a cuestiones históricas, insinuando la –siempre actual– capacidad revulsiva de la interpretación y recuperación de un pasado. Luis Fanlo analiza una faz positivista de la construcción de la argentinidad; Daniela Lucena recobra la primera expresión local de “un modo particular de articulación entre arte y política”; Gabriela Constanzo escribe sobre dos leyes que en Argentina posibilitaron la expulsión de extranjeros a comienzos del siglo XX; Horacio Crespo debate con las lecturas dominantes de la historia de la izquierda, del comunismo en particular, no para “elaborar conocimientos y saberes en y para la academia”, sino para “desafiar la historia naturalizada e intentar construir otra”. Un mismo tenor emancipatorio late en el lúcido ensayo de Tony Judt sobre la construcción de la memoria europea moderna, amparado por una frase de Ernest Renan: “La esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que hayan olvidado muchas otras”.
Además de una sección sobre problemas de las ciencias sociales –con textos de Dora Orlansky y del equipo de investigación que dirige Alberto Bialakowsky–, Sociedad incluye un dossier dedicado a “un pensamiento punzante”, el de Peter Sloterdijk. La selección de textos, a cargo de Margarita Martínez, ofrece una antología esencial de uno de los pocos filósofos esenciales de la contemporaneidad. El capricho lector elige uno de los diversos temas a los que se refiere: las nuevas subjetividades que produce hoy “un régimen individualista”. Sloterdijk advierte un proceso de “desheredamiento integral”, existencial y espiritual, cuyo legado para desamparadas generaciones es “la enigmática pregunta de cómo han de vivir (...) Su vida será entonces el experimento en busca de esa vida que hubiera podido ser buena si, junto con los medios económicos para disfrutarla, se hubiera recibido al mismo tiempo la forma de vivirla”. Citando un breve y genial relato de Kafka, Sloterdijk compara a los hombres con mensajeros que portan la palabra de un rey muerto. “Somos ángeles sin un señor (...) Estamos obligados a emitir mensajes cuya obligatoriedad sólo se justifica por su propio curso y su propia progresión”. Algo parecido escribió hace tiempo, y bellamente, el poeta W. H. Auden: “La Divinidad está desmenuzada como un pan y nosotros somos las migajas”.
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