Martes, 18 de enero de 2011 | Hoy
ESPECIALES › CUADERNOS DEL PENSAMIENTO CRíTICO LATINOAMERICANOS
Carolina Mera y Julián Rebón
Coordinadores
Esta antología apuesta a recuperar la obra de Gino Germani para los investigadores de hoy y de mañana. Germani personificó el desafío de construir el campo de las Ciencias Sociales en la Argentina de mediados del siglo XX. Sus estudios e investigaciones delimitaron la sociología como campo disciplinario en permanente diálogo con otras disciplinas de las Ciencias Sociales y las humanidades. Pese al paso del tiempo y el desarrollo de las Ciencias Sociales en la región, revisitar su obra sigue siendo relevante para analizar el mundo de hoy. Con este objetivo, presentamos un conjunto de textos emblemáticos de la obra de Germani, seleccionados y comentados por especialistas de diferentes áreas temáticas. En su mayoría, los investigadores responsables de la selección de los textos han compartido espacios de formación, investigación y debate político e intelectual con el científico italiano, lo cual, sumado a su profundo conocimiento del trabajo de Germani, hacen de esta compilación un medio ideal para renovar el interés sociológico en su obra. Ana Germani e Inés Izaguirre, Miguel Murmis, Ruth Sautu y equipo, Alfredo Lattes, Raúl Jorrat, y Juan Carlos Marín y Julián Rebón, dialogan con la obra y biografía intelectual de Germani, presentándonos textos que se destacan por su valor documental y brindan testimonio de momentos clave en la construcción del campo disciplinar. Los trabajos están agrupados en secciones temáticas que permiten valorarlos en diversas dimensiones y tomarlos como disparadores para el abordaje de los grandes problemas sociales contemporáneos, recuperando la obra del sociólogo italiano de manera vital y productiva. A continuación presentamos un extracto de “Democracia y autoritarismo en la sociedad moderna”, trabajo que cierra la antología que hoy presentamos.
En este ensayo se consideran algunos de los problemas que debe enfrentar la democracia en las sociedades modernas y en aquellas en proceso de desarrollo económico-social. No se ha tratado específicamente de los problemas latinoamericanos, por cuanto, en mi opinión, estos problemas son de carácter general y se los encuentra en todas las sociedades modernas, avanzadas o no. Por cierto que asumen características muy distintas según los países, mas al considerar las bases sociales de la democracia no pueden ser ignorados. Es posible que los países llamados en desarrollo tengan mejor oportunidad de hallar soluciones originales a las graves contradicciones que encierra la sociedad industrial en todas sus versiones y formas. Tales contradicciones, algunas de las cuales se señalan aquí, son inherentes a ciertos aspectos centrales de la estructura moderna. Paradójicamente –como suele ocurrir a menudo en la historia– la sociedad moderna, que ha ofrecido el marco necesario para desarrollar las formas democráticas hasta sus últimas consecuencias lógicas, encierra también, en su propia forma de integración, ciertas tensiones que en el pasado, y presumiblemente en el futuro, llevan a la supresión de la democracia misma, a menos que se puedan intentar nuevos caminos, los que –en opinión del autor– son por ahora utópicos.
(...) La noción de secularización que utilizamos aquí abarca tres rasgos principales: acción electiva basada en la decisión individual, la institucionalización o legitimación de cambio, la creciente diferenciación y especialización de roles, status e instituciones. En su forma más limitada eso significa que para grupos elites dados, dentro de ciertas áreas de conducta y subsistemas o ambientes institucionales, la “acción electiva” tiende a predominar sobre la acción “prescriptiva”. La acción electiva sigue siendo una forma de conducta socialmente regulada, pero se distingue de la acción prescriptiva en cuanto lo que las normas indican son criterios de elección u opción y no modelos de conducta atribuidos de modo rígido a cada “situación socialmente definida”. Los criterios de elección pueden ser racionales (en sentido instrumental) o emocionales. Así es que en la sociedad moderna, la política, la ciencia, la economía y la tecnología necesitan elecciones basadas en criterios “instrumentalmente” racionales, pero en otros casos los criterios racionales se combinan muy a menudo con criterios emocionales (como, por ejemplo, la elección en la esfera íntima e individual, como el matrimonio, la vocación profesional, las preferencias estéticas, etc., donde los criterios incluyen como valor positivo o como fin aprobado el esfuerzo de alcanzar, dadas ciertas condiciones, la máxima expresión de individualidad, de lo que se quiere hacer y de lo que se es capaz de hacer). Los principios sintetizados aquí pueden proveer una base apropiada para subrayar las tensiones estructurales implícitas en la sociedad moderna, lo que podría crear propensiones para soluciones autoritarias bajo ciertas condiciones críticas. También es preciso notar que las características de la secularización abstractamente traducidas en los tres “principios” de la acción electiva, el cambio y la especialización son el resultado de la confluencia en cierto punto, en tiempo y espacio, de una serie de procesos analíticamente distinguibles y a veces concreta o históricamente identificables.
Volviendo ahora a las consecuencias de la forma moderna de integración y secularización, el rasgo más relevante para este análisis es el hecho de que el marco normativo mismo –es decir, el componente prescriptivo de la acción electiva– puede convertirse en objeto de elección, puede ser cambiado. En efecto, tal marco proporciona (prescribe) los criterios según los cuales es preciso realizar las elecciones. Esto presupone un núcleo común de significados, valores, creencias y fines dotados con suficiente congruencia para asegurar un grado de compatibilidad entre las acciones y elecciones de individuos y grupos, y para proveer mecanismos aptos para dar soluciones relativamente pacíficas o conflictos interindividuales e intra o intergrupales dentro de la sociedad. Cuando el marco normativo mismo llega a ser un objeto de deliberación y elección, es ese núcleo común que se pone en duda directa o indirectamente. Remontando las cadenas de fines y medios, los fines últimos de la sociedad dejan de ser aceptados o dados por supuesto sin discusión, o explicados en términos de revelación religiosa (o aun en términos de alguna noción positivista de “naturaleza” o cualquier otra creencia semejante). Con la extensión progresiva de la secularización esos fines y valores centrales acaban por ser vistos como artefactos humanos modificables, susceptibles de cambio, y más precisamente de cambio deliberado y planeado. En la sociedad moderna, el cambio que en los sistemas normativos no secularizados o sagrados es totalmente o en gran parte negado o fuertemente resistido y en todos los casos visto como ilegítimo o sacrílego, llega a ser legitimizado, aceptado y aun normalmente deseado y esperado cuando se trata de satisfacer las crecientemente diversificadas necesidades materiales y psicológicas. Es verdad que tales cambios son a menudo resistidos y originan conflictos sociales que pueden ser catastróficos para la supervivencia de la sociedad misma. Pero precisamente en esto consiste el problema. Junto a este proceso está el tercer rasgo que define la secularización, la siempre creciente diferenciación y especialización de normas y roles, y la creciente autonomización de valores dentro del mismo sistema social. La interdependencia entre las “partes” diferentes de la estructura social se mantiene y, al contrario, tiende a aumentar con la especialización. Pero de este modo el problema de la integración del sistema social global se complica aún más, pues al pluralismo y divergencias de las elecciones individuales y grupales se agrega el pluralismo causado por la multiplicación de subsistemas especializados, que si bien son autónomos en sus valores y normas, deben funcionar en estrecha interdependencia.
Tal vez se pueda sugerir que para la emergencia y el desarrollo de la modernidad la secularización podría limitarse a algunas áreas del comportamiento y a algunos subsistemas de la sociedad, como ser, el conocimiento científico, la tecnología y la economía, mientras que todas las demás esferas institucionales, incluso hasta cierto punto, la política, podría mantenerse dentro de la forma prescriptiva de integración. Así ha ocurrido en otras grandes civilizaciones y también en Occidente, en el pasado. Sin embargo, aunque los rasgos tradicionales se mantengan o puedan “fusionarse” con estructuras “modernas”, es un hecho que la forma moderna de la secularización por su propia naturaleza tiende a extenderse a toda la sociedad, a todas las áreas de conducta, a todos los subsistemas y a todos los estratos y sectores de la población. Por otro lado, parece que ninguna sociedad puede prescindir de cierto núcleo central “prescriptivo”, de un “acuerdo sobre los fundamentos” (como los llama Lasky) para asegurar una base suficiente para la integración: un núcleo de valores y normas en que se arraigan los criterios para las elecciones y que regulan el cambio sin rupturas catastróficas...
Las precedentes consideraciones llevan a formular en un nivel de máxima generalidad la hipótesis de que la tensión estructural implícita en la sociedad moderna, entre la creciente secularización, por un lado, y la necesidad de mantener un núcleo central prescriptivo mínimo suficiente para la integración por el otro, constituye un factor general causal de crisis catastróficas que al eliminar los insuficientes mecanismos de control de los conflictos lleva a soluciones destructivas de la democracia (... ).
Es bien sabido que con la sociedad moderna se inicia realmente la historia universal, es decir, en escala planetaria. Las historias y los desarrollos “paralelos” que caracterizaron todo el pasado del hombre son reemplazados crecientemente por un proceso único de transformación. Aunque siempre es posible descubrir contactos e “influencias” entre áreas y culturas geográficamente lejanas, es solamente con la “gran transformación”, a nivel económico, social y tecnológico, que el espacio real en el que se desenvuelven los procesos históricos se unifica. Sobre todo en el siglo veinte aparece la “aldea mundial” y ningún rincón del planeta escapa a la espesa red de interdependencias que destruyen el aislamiento y la autonomía de los cuales habían quedado por milenios áreas y grupos humanos. Frente a esta unificación que afecta todos los procesos esenciales de la vida social, la sociedad humana queda organizada en unos 150 estados legalmente considerados “iguales”, “independientes” y “soberanos”, unidades jurídicas de enorme diversidad en términos de tamaño, población, grado de desarrollo, tipo de cultura y sobre todo poder, económico, político y militar. Las mismas contradicciones observadas dentro de cada sociedad nacional moderna o en proceso de modernización se reproducen a escala planetaria dentro de lo que ahora constituye el “sistema internacional”. Aquí contradicciones y conflictos adquieren dimensiones monstruosas, capaces de destruir toda vida humana sobre la tierra. No se trata solamente del holocausto nuclear, o incluso de las guerras “limitadas”, sino también de lo que concierne al funcionamiento y la subsistencia misma de todas las sociedades nacionales, en el orden económico, tecnológico, ecológico, social y político. Ninguno de los problemas más vitales que enfrentan los países, cualquiera que sea su grado de desarrollo puede enfrentarse a nivel nacional. Desde los problemas ecológicos, a los concernientes al sistema monetario, la distribución y el uso de las materias primas, los alimentos, las facilidades sanitarias, el uso y el desarrollo tecnológico y científico, la distribución de la población sobre el planeta, la producción y distribución de la energía, todo esto y mucho más depende de la existencia de una planificación internacional real y efectiva, es decir, capaz de llevar a cabo las operaciones necesarias para un adecuado funcionamiento de la sociedad en sus varias esferas. Tal planificación no existe ni podrá existir, mientras subsistan los estados nacionales u otras unidades supuestamente “soberanas” (... ).
El análisis relativo a las posibilidades de la democracia en los estados nacionales del presente debe partir del hecho –difícilmente refutable– de que en la actualidad la distinción entre política interior y política internacional se ha vuelto obsoleta, por lo menos para las esferas más vitales de la vida de un país, y esto no solamente en el “tercer” o “cuarto” mundo, sino también, aunque de distinta manera, en los países centrales y hasta hegemónicos.
Sobre el plano más general es ya de por sí evidente que, incluso en los países que gozan de una democracia firmemente establecida y operante, hay un número considerable de decisiones vitales que son tomadas fuera de todo posible control y participación directa o indirecta de los ciudadanos: se trata de aquellas cuestiones que caen bajo la jurisdicción territorial (o la esfera de influencia) de otros estados “soberanos”. Este fenómeno ha sido usualmente atribuido a los países “centrales” o hegemónicos, pero en realidad la posibilidad de afectar la vida y hasta la supervivencia de los ciudadanos de otros países está al alcance también de países periféricos, no desarrollados y militarmente débiles. El ejemplo más claro es obviamente el de los países petrolíferos, pero cualquier Estado que por azar se encuentre en condiciones de controlar ciertas materias primas, factores “ecológicos” o particulares vías de comunicación o que simplemente provoquen “disturbios” (conflictos locales, revoluciones, etc.) en zonas estratégicas o sensibles a nivel internacional, pueden incidir de manera significativa en la vida interna de otros estados y originar procesos políticos u otros, totalmente contrarios a la voluntad democráticamente expresada de sus ciudadanos. Dentro de la lógica democrática, no sólo las tecnologías y el patrimonio científico, sino también las materias primas, las vías de comunicación naturales y artificiales, así como todo otro recurso de interés común para la población del planeta, deberían ser controlados por autoridades supranacionales, que respondieran al control democrático precisamente de esa población. De ninguna manera se puede considerar democrático el principio de que estos recursos, de cualquier naturaleza, correspondan al pueblo que diríamos “accidentalmente” se encuentra en condiciones de controlarlo. Sin embargo, los nacionalismos de todo color y países de todo grado de desarrollo sostienen este principio como una expresión genuina del ethos democrático. Es verdad que, como se ha mencionado anteriormente, existen tremendos obstáculos históricos, políticos y hasta de técnicas organizativas, para hacer posible en términos operacionales el ejercicio de ese control. Pero este hecho de ninguna manera presta validez a la legitimidad del control nacional sobre cuestiones de interés internacional. Por otra parte, incluso decisiones como el votar por un partido en cambio de otro puede incidir profundamente en la vida de otros países. Y obviamente este tipo de influencias atribuye mayor peso –en estos casos, no en todos– a las decisiones de los ciudadanos de países centrales.
Dicho esto, sin embargo, en el presente estado del “sistema internacional”, la situación de estrecha interdependencia, y la internacionalización de la política interior tienden a favorecer las soluciones autoritarias, más que las democráticas. La razón más general de ello debe buscarse en el alto grado de inseguridad generada por el carácter errático e irracional de los procesos internacionales. Por un lado en todos los países las decisiones de significado militar directo o indirecto quedan en las manos de pequeños grupos de líderes, políticos, burócratas, tecnócratas o militares, y todo esto como necesario requerimiento del tipo de decisiones a tomar en situaciones de extrema fluidez, impredictibilidad y secreto. Por el otro, la amenaza exterior y la inseguridad consiguiente han sido desde siempre la causa o la excusa –o ambas a la vez– de severas restricciones a la participación de la ciudadanía, a través de los órganos democráticos, en el gobierno del país. Agreguemos que las ideologías nacionalistas hallan en la amenaza exterior y en la inseguridad su mayor refuerzo. Y los nacionalismos, cualesquiera sean su nombre y orientación, tienden a ser autoritarios.
El tema de las propensiones antidemocráticas de los nacionalismos nos lleva a una última consideración. Como ya se dijo, el principio integrativo que en la sociedad moderna reemplaza las formas religiosas y dinásticas de integración social es precisamente el principio de nacionalidad. La nación representa aún ahora el núcleo prescriptivo que juntamente con las supervivientes normas éticas y religiosas hace posible el funcionamiento de la sociedad. En lo político tiende a construir la Gemeinschaft, la comunidad basada en los principios prescriptos. No es entonces por azar que todos los nacionalismos tiendan en mayor o menor medida hacia formas autoritarias. El ejemplo paradigmático del nazismo, el nacional-socialismo alemán, no menos que el del nacional-comunismo soviético ilustran claramente esta conexión. Conexión que en los nacionalismos democráticos se atenúa mas no desaparece, como se confirma en todos los casos de profundas crisis sociales. Es por este camino que al tornarse más intensa la inseguridad generada por el estado del sistema internacional y la endémica amenaza exterior, el pluralismo y el principio de la elección individual deliberada cede frente a los imperativos de la “solidaridad nacional” con consecuencias necesariamente autoritarias o totalitarias... Se manifiesta así otra de las contradicciones en que es rica la sociedad moderna: precisamente en el momento en que las necesidades estructurales han hecho obsoleta la organización en estados nacionales, las ideologías nacionalistas se intensifican creando nuevos obstáculos a la creación de una comunidad internacional que constituiría una componente necesaria de la creación de mecanismos adecuados para asegurar la supervivencia social, cultural y hasta física de las sociedades humanas (...).
La vulnerabilidad de la sociedad moderna depende de varios factores, muchos de los cuales se señalan en otras secciones. Recordemos en primer lugar el alto grado de interdependencia de todos los componentes (subsistemas, instituciones, grupos, categorías, áreas y regiones en el interior de un país y en el plano internacional, etc.) de la estructura social. Tal interdependencia se verifica tanto en la organización social como en la estructura tecnológica. En segundo lugar, el hecho de que en el funcionamiento de muchos aspectos de la vida social, caracterizados por su alta interdependencia, debe intervenir un gran número de personas y que, aun aquellos que desempeñan roles ocupacionales de bajo status y remuneración pueden operar en posiciones clave, es decir, en lugares desde donde están en condiciones de perturbar con su acción o su abstención enteros sectores de la vida de un país. A estos dos factores que se podrían denominar de orden estructural (en la organización y en la tecnología), se agregan otros de orden cultural y psicosocial. Estos ya han sido examinados anteriormente y se relacionan, por un lado, con la pluralidad de sistemas valorativos, de orientaciones y actitudes y, por el otro, con las dificultades que se encuentran en el proceso de socialización primaria y secundaria, cuando este proceso se desarrolla en condiciones de cambios continuos en el marco normativo y dentro de un clima de problematicidad y crítica que afecta a todas las instituciones. En otras palabras, mientras por un lado la tecnología y la forma organizativa de la sociedad moderna requieren el cumplimiento estricto de ciertos roles y funciones, de acuerdo con las normas técnicas y sociales que corresponden en cada caso, por el otro el tipo de integración y las características que la socialización adquiere dentro de ese tipo de integración conducen a la continua formación de grupos e individuos “desviados” que, por una razón u otra, pueden actuar en forma distinta de lo esperado y, deliberadamente o no, causar gravísimos y hasta irreparables daños al funcionamiento de componentes esenciales de la vida social. No necesariamente estos comportamientos son contrarios o reprimidos por la ley o las normas no escritas consideradas usualmente válidas. En realidad, aquí el fenómeno que denominamos vulnerabilidad de la sociedad moderna origina dos consecuencias distintas aunque no claramente separadas. Por un lado, tiende a dar cierto poder a grupos pequeños y de todos modos situados fuera de la elite dirigente y que no podrían considerarse “desviados” bajo ningún punto de vista. En este sentido la “vulnerabilidad” sería un factor en la fragmentación del poder que coexiste con el opuesto proceso de concentración y a los que se refiere la sección siguiente. Por el otro, ofrece la posibilidad a individuos y grupos que desde el punto de vista de los valores y normas dominantes podrían considerarse “desviados” de realizar acciones violentas contra puntos especialmente neurálgicos de la sociedad –personas, grupos y cosas– con consecuencias gravísimas y hasta catastróficas. Aquí el término “desviado” ofrece dificultades insolubles en una sociedad que se basa sobre un sistema de normas y valores en continuo cambio y que acepta en teoría un pluralismo casi sin límites. Incluso la criminalidad llamada “común” puede ser considerada una expresión de protesta política... Mas no corresponde analizar aquí los lados éticos de la cuestión: desde el punto de vista que nos preocupa, el hecho es que la inseguridad creada por la vulnerabilidad interna, no menos que la originada por el sistema internacional, crea condiciones muy negativas para la democracia. No es necesario insistir sobre el hecho obvio, y ahora reconocido por todos, de que las amenazas internas inducen –y en cierto casos requieren– la adopción de medidas restrictivas de la libertad y los derechos individuales. Aun sin llegar a las atrocidades de algunos regímenes militares en América latina, la consecuencia de la inseguridad generalizada que en una medida u otra ha invadido casi todos los países, está provocando una serie de medidas preventivas y represivas que inevitablemente se reflejan sobre todos los ciudadanos. La enorme mayoría de las personas de las naciones con regímenes democráticos no parece tener propensiones para el autoritarismo, pero frente al terrorismo, la violencia y la criminalidad y la amenaza que ello significa para su vida diaria, difícilmente podrán resistir la tentación de las promesas de gobiernos “fuertes” y altamente represivos. Bajo esta perspectiva, la vulnerabilidad tecnológica y organizacional de la sociedad moderna, unida a la crisis radical del sistema normativo, ponen a dura prueba las instituciones democráticas aun en los países en los cuales ellas parecen firmemente establecidas (...).
(...) La creciente interdependencia favorece necesariamente la concentración del poder, a lo que se agregan las tendencias oligárquicas en las organizaciones políticas, burocráticas y otras, tendencias ya bien estudiadas por las ciencias sociales. Mas es también verdad que la multiplicación de los grupos, categorías y sectores, y su participación en una sociedad tan compleja, pone en las manos de estas entidades y de los individuos que las representan cierto grado de poder. A esto se agrega el alto grado de vulnerabilidad de la sociedad. Como se vio en la sección precedente, en casi todos los sectores de la vida económica y social existen puntos neurálgicos, en que la acción (o la omisión) por parte de pocas personas (aun de bajo y/o medio status ocupacional) puede impedir o perturbar seriamente el funcionamiento de grandes organizaciones o de sectores enteros de la economía o de otras esferas esenciales. De aquí no sólo la posibilidad de acciones violentas, sino también el hecho de que cierto poder –aunque sea de veto o negativo– recaiga en las manos de una gran cantidad de grupos. Hay ciertamente diferencias notables en cuanto al nivel de decisiones: por ejemplo, las decisiones de carácter militar sobre el uso de armas nucleares están restringidas a poquísimas personas, y son decisiones realmente “finales”. Mas hay otras de notable importancia que dependen del consenso de amplios grupos, o de grupos pequeños, pero fuera de la elite dirigente.
Ahora bien, las peculiaridades estructurales de la sociedad industrial que originan estas dos contradictorias tendencias: fragmentación del poder por un lado, concentración máxima por el otro, constituyen en ambos casos una seria amenaza para la democracia. En cuanto a lo segundo, la concentración del poder, el peligro es obvio, y no es necesario agregar nada, salvo que en las circunstancias actuales no se ve de qué manera se lo podría superar. Por lo que se refiere a lo segundo, la amenaza no es menor. Esta fragmentación fue observada en sus efectos destructivos de la democracia en varios países latinoamericanos, pero no se limita a ellos. Es más fuerte, y por razones culturales y estructurales, en los países latinoamericanos y latinoeuropeos, pero es endémica y creciente en las democracias bien establecidas y consideradas fuertes, como Inglaterra o los Estados Unidos. La participación en las decisiones, por vía directa o indirecta de tantos grupos, partidos, organizaciones sindicales, redes de solidaridad, “lobbies”, entidades religiosas, étnicas, ideológicas, determina en todos los países situaciones a veces insolubles que llevan a la parálisis del poder. El veto recíproco produce la postergación indefinida de problemas que reclaman soluciones urgentes –y éstos son la mayoría de los países industrializados o en desarrollo– o bien soluciones de compromiso que en realidad quedan sin ningún efecto o tienen consecuencias negativas. Por cierto que la posibilidad de planificación, incluso a corto plazo y dentro de un mismo país, o sector, queda disminuida extremadamente, si no del todo anulada. La incapacidad de tomar decisiones (lo que en Italia se llama “inmovilismo”) ha llevado de manera directa a soluciones dictatoriales: así por ejemplo en la Argentina, en 1966, y de algún modo en otras ocasiones. Las críticas al sistema democrático y las frecuentes inclinaciones tecnocráticas de los regímenes militares obedecen al mismo tipo de causas. Más grave aún, por las amenazas potenciales que encierra, es la vulnerabilidad de la sociedad tecnológica a las acciones unilaterales de pequeños grupos situados en posiciones clave dentro del proceso productivo u otra esfera esencial de la sociedad. Las huelgas de estos pequeños grupos pueden paralizar una nación. Y ello está ocurriendo en algunos países avanzados. Aunque no se llegue por este camino a la supresión de la democracia, estas acciones llevan a graves restricciones de las libertades y derechos fundamentales, es decir, tienen efectos comparables a los del terrorismo político.
El factor central, en cuanto a la dificultad de hallar una solución a las consecuencias de la fragmentación del poder, es una vez más la dificultad de construir y reconstruir las bases del consenso social, en una sociedad que por su dinámica interna y forma de integración pone continuamente en duda sus valores centrales y es al mismo tiempo incapaz –o lo ha sido hasta ahora– de reemplazarlos por otros que constituyan una base viable de consenso, aunque provisorio.
Desafortunadamente el análisis desarrollado en los apartados anteriores no sugiere conclusiones optimistas, ni sobre el destino de la democracia ni sobre el de la sociedad moderna, y del género humano en general. Este escrito se sitúa sin quererlo dentro de la ya abundante literatura de la catástrofe. También puede legítimamente ser considerado “reaccionario”, pues no cabe la menor duda de que vuelve a proponer muchas de las clásicas tesis tradicionalistas avanzadas desde los albores de la sociedad moderna, y con más claridad como reacción a la Revolución Francesa y los otros movimientos que de allí se originaron, desde los comienzos del siglo XIX. Hay, sin embargo, una diferencia, y es la que introduce la experiencia histórica de los últimos ciento cincuenta años, particularmente desde la Primera Guerra Mundial. El autor no ha renunciado a los valores de la sociedad moderna, mas tampoco a la lógica y al sentido de realidad. Las ciencias del hombre no están en condiciones ahora (y probablemente no lo estarán nunca) de afirmar si esos valores son o no realizables. Parece, sin embargo, razonable suponer que las potencialidades humanas son mucho mayores y distintas de lo que han realizado la cultura occidental y moderna y las otras grandes culturas. Mas lo que debe enfrentarse ahora no son las limitaciones de la “naturaleza humana” en general, sino la del hombre tal como se ha realizado históricamente hasta ahora. Es esta particular versión histórica de la realidad que debe enfrentarse. Y las consideraciones precedentes sugieren un diagnóstico negativo. Quizás esté equivocado. O quizá se den soluciones no previstas que la imaginación muy limitada del autor no ha sabido descubrir.
Los Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano constituyen una iniciativa del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) para la divulgación de algunos de los principales autores del pensamiento social crítico de América Latina y el Caribe: Ruy Mauro Marini (Brasil), Agustín Cueva (Ecuador), Alvaro García Linera (Bolivia), Celso Furtado (Brasil), Aldo Ferrer (Argentina), José Carlos Mariátegui (Perú), Pablo González Casanova (México), Suzy Castor (Haití), Marilena Chauí (Brasil), Florestan Fernandes (Brasil), Orlando Fals Borda (Colombia), Mayra Paula Espina Prieto (Cuba), Edelberto Torres Rivas (Guatemala), Carlos Tünnermann Bernheim (Nicaragua), Daniel Mato (Argentina), Hugo Aboites (Brasil), Jaime Ornelas Delgado (México), Jorge Landinelli (Uruguay), Marcela Mollis (Argentina), Pablo Gentili (Brasil), Víctor Manuel Moncayo (Colombia), Susana Novick (Argentina), Antonio Negri (Italia), Guillermo Almeyra (Argentina), Luis Tapia (Bolivia), Boaventura de Sousa Santos (Portugal), René Zavaleta Mercado (Bolivia), Enzo Faletto (Chile), Angel Quintero Rivera (Puerto Rico), Carmen Miró (Panamá), Emir Sader (Brasil), José Maurício Domingues (Brasil), Raul Prada Alcoreza (Bolivia), François Hourtart (Bélgica), Ximena Soruco Sologuren (Bolivia), María Teresa Zegada Claure (Bolivia), Márgara Millán (México), Pedro Páez Pérez (Ecuador), Mabel Thwaites Rey (Argentina), Massimo Modonesi (México), Orlando Caputo Leiva (Chile), entre otros.
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Coordinación Editorial: Emir Sader
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