Sábado, 6 de agosto de 2005 | Hoy
ESPECIALES › TESTIMONIOS DE SOBREVIVIENTES DE HIROSHIMA Y NAGASAKI
Se los llama “hibakusha”, que significa literalmente “afectados por una explosión”. Son 267.000, ya pasaron de los setenta años de edad y en agosto de 1945 eran niños. Sólo ahora cuentan su historia, que fue censurada primero por EE.UU. y luego por Japón.
Por Georgina Higueras *
Desde Hiroshima, Japón
Shizuko Abe, 18 años
Vivía en los suburbios, pero ese día les tocaba a los vecinos de Kaitacho destruir casas en el centro de Hiroshima para hacer cortafuegos. Shizuko estaba en el tejado de una, a 1,5 kilómetros del centro. La explosión la lanzó a 10 metros. Cuando despertó estaba abrasada. Caminó hacia su casa bordeando la ciudad en llamas hasta detenerse en el hospital desbordado de una fábrica. Allí permaneció tres días sin que nadie la atendiera.
“Oí la voz de mi padre. No lo veía. Tenía la cara tan hinchada que no me podía abrir los ojos. Sentí alivio y vergüenza. Estaba desnuda y me había hecho encima mis necesidades. Cuando mi novio volvió de la guerra aquel diciembre, yo apenas comenzaba a gatear y mi mano derecha era un muñón. Mi padre le dispensó de su compromiso, pero él insistió y nos casamos al otoño siguiente. Pese al nacimiento de mi primer hijo, mi suegra siguió diciendo a mi marido que me abandonara, que se merecía una mujer completa. Viví por él, pero sufría tanto que mi padre decía que habría sido más feliz si hubiera muerto. En 1948 escribí al general Douglas MacArthur (comandante supremo de las fuerzas aliadas) y me contestó que fuese al ABCC (Comisión de Heridos de la Bomba Atómica). Allí me examinaron, tomaron notas, pero no me trataron. No volví. Nunca perdonaré a EE.UU. lo que me ha hecho. Quiero que se vayan de mi país. Son inhumanos.”
Shizuko tiene tres hijos y seis nietos. El marido murió hace 13 años. Se operó varias veces para mejorar su aspecto y desde que se atrevió hace unos años a contar su tragedia dice que se siente mejor. Hizo un video para que sus nietos conozcan su historia, porque el llanto le impide hacerlo personalmente.
Lee Sil Gun, 16 años
Al llegar a Higashi, a 10 kilómetros de Hiroshima, el tren paró y les indicaron que continuaran a pie. Era la madrugada del 7 de agosto y Lee y otros parientes debían atravesar Hiroshima para llegar a Yamaguchi. No sabían nada, sólo les extrañaba el olor a carne quemada.
“Cuando entramos en la ciudad comenzamos a ver escenas terribles. Llegamos a la estación y allí la imagen era dantesca. Al acercarnos al río creí que bajaban troncos, pero era cadáveres. Estaban hinchados y negros. No se podía distinguir si eran hombres, mujeres, ancianos o niños. Caminábamos sobre el infierno. Si te descuidabas pisabas la alfombra de cuerpos. Aún me aterrorizan las manos de los moribundos que más de una vez me agarraron por el tobillo. No podía pensar. No podía ayudar. Sólo quería huir. Salir de aquel espanto. Finalmente nos subimos en uno de los camiones que retiraban muertos.”
A los tres días de llegar a su casa, Lee tuvo una fiebre muy alta y una fuerte diarrea que le duró más de una semana. Después el cuerpo se le llenó de petequias (hemorragias subcutáneas motivadas por la radiación), una de ellas se convirtió en herida y se infectó. Los médicos japoneses no visitaban a coreanos. La familia de Lee tuvo que pagar a un vecino japonés para que intercediera. Sin anestesia, el médico le cortó toda la carne podrida y pasados unos meses sanó. “Nunca pensé que perdería la guerra el ejército imperial que nos quitó nuestras tierras y obligó a mis padres a huir del hambre y buscar un trabajo aquí. Derrotado Japón, tratamos de volver a casa pero después de tres meses en Shimonoseki esperando un barco desistimos.” Al final de la Segunda Guerra Mundial había en Japón 2.400.000 coreanos. Ahora quedan 730.000.
Yuko Nakamura, 13 años
Hacía apenas tres semanas que había sido reclutada para trabajar en una fábrica de componentes aéreos a 2,5 kilómetros del hipocentro. El día 6 tocaba descanso, pero el maestro (las escuelas destinaban las clases completas, con el maestro incluido, a las distintas tareas que exigía la guerra) las convocó en la fábrica para después irse juntos a nadar al río. Decidió que saldrían algo más tarde.
“Yo estaba leyendo y mi amiga me dijo que mirara el paracaídas (supuestamente un aparato para medir la radiación), que había lanzado un avión. No me dio tiempo. Una luz me cegó y las ventanas reventaron. Me saltaron vidrios por todo el cuerpo. Huimos a un refugio cercano y cuando salí a lavarme las heridas me cayeron gotas enormes de lluvia negra (la lluvia radiactiva). Creí que los norteamericanos querían exterminarnos y nos rociaban con gasolina. Por la tarde el maestro nos permitió volver a nuestras casas y entonces comprendí que había tenido la suerte de tener un año más. Todas las niñas de 12 años de nuestra escuela habían muerto porque estaban haciendo cortafuegos en el centro de la ciudad. En total nuestra escuela perdió a 220 de sus pequeños.”
Yuko tuvo cáncer de ovarios a los 30 años y ya sabe que la radiación también fue la causa de la tremenda fatiga que padeció durante décadas. Ahora que ha desaparecido tiene muchas ganas de vivir y pinta para que los niños entiendan más fácilmente el dolor que acarrean las guerras y las armas nucleares. Con otros supervivientes ha publicado un libro de dibujos y testimonios que se titula El día que nunca debe olvidarse.
Hiromi Hasai, 14 años
Trabajaba en una fábrica de armas a unos 20 kilómetros de la ciudad, pero su casa estaba en el centro. A las 8.15 estaban en el patio haciendo gimnasia y vieron la luz. La fábrica tenía un hospital y por la tarde comenzaron a llegar los primeros heridos.
“Era muy raro. No se veían aviones y parecía que les había caído una bomba a cada uno. Me dijeron que tenía que ayudar con los heridos y no pude volver a casa hasta el día siguiente. Cuando llegué a Hiroshima ya no existía. Se habían perdido hasta las calles y tuve que seguir la línea del tranvía para orientarme. Pensé que todos habían muerto. Sólo había cadáveres. Afortunadamente, mi madre y mi hermana menor, a 1,4 kilómetros del hipocentro, estaban vivas. Nos metimos con otros vecinos en la única casa del barrio que quedaba en pie porque su construcción era de cemento. Allí murió mi amigo dos días después. Dio las gracias a sus padres y expiró con un ‘Viva el emperador’. Sentí que yo también quería morir así. Nos enseñaron a luchar hasta la muerte, debíamos ganar o morir.”
Cuando Hiromi escuchó la voz de Hirohito anunciando la rendición incondicional se le rompieron los esquemas. El creía que la guerra era justa, que luchaban para liberar a Asia de la colonización occidental. Ahora, catedrático de Física jubilado, sostiene que la disuasión es absurda, que la única garantía de no utilizar bombas nucleares es no tenerlas y que lo mejor que podría hacer Japón es salirse del paraguas nuclear de EE.UU., que no es otra cosa que un llamamiento a un nuevo ataque atómico.
Emiko Okada, 8 años
Los campesinos hacían la guerra y los niños como Emiko, que habían sido evacuados de las ciudades para evitar que sufrieran la terrible campaña de bombardeos aéreos que acababa con las defensa del ejército imperial, se encargaban de cultivar la tierra. El 5, sin embargo, volvió a Hiroshima para despedir al primo que se iba al frente y aquella noche durmió en su casa, a 2,6 kilómetros del hipocentro. Sus hermanos menores escucharon el ruido de un avión, pero como habían levantado la alarma aérea pensaron que era japonés y salieron a saludarlo.
“Fue como un chispazo. Perdí el conocimiento y me desperté con el llanto de mis hermanos. Teníamos quemaduras por todas partes. Seguimos a otros heridos hasta un campo de entrenamiento. Muchos estaban abrasados, con la piel colgando a jirones, rojos e hinchados como tomates. No había nada para paliar el dolor y mi madre molió huesos de los muertos para poner cataplasmas sobre las quemaduras de mis hermanos. Al día siguiente decidimos volver al refugio aéreo de nuestra casa. Yo me quedé con los pequeños y mi madre se fue a buscar a mi hermana mayor, que nunca apareció.”
Emiko recuerda el hambre atroz de aquellos días y semanas sin nada que comer. Rebuscando comida se encontró a algunos de sus compañeros escolares. Se habían quedado huérfanos. Rapiñaban y robaban para sobrevivir, en más de una ocasión repartieron el botín con ella. Luego llegaron las tropas de ocupación. “Los norteamericanos nos daban chicles y chocolates”, sobre todo los grupos de ayuda cristiana, que trajeron comida, ropas y utensilios básicos. Dice que introdujeron una cultura que le gusta en algunos aspectos pero rechaza el militarismo de EE.UU. que, como el japonés de entonces, siembra el dolor en Irak.
Seiko Ikeda, 13 años
Vivía a 20 kilómetros de Hiroshima, pero había llegado en tren esa mañana con el resto de su clase para derribar casas. Estaban a 1,5 kilómetros del hipocentro. Cuando recobró el conocimiento después de la explosión gritó y gimió al contemplar su piel colgando y el horror que la rodeaba. Como un desfile de penitentes guiadas por el maestro emprendieron la huida, pero al llegar al río el grupo se deshizo. La mayoría murió allí. Seiko siguió sola hasta que un camión la llevó a una fábrica de los suburbios, donde en la noche la recogió su padre en una carreta.
“Todo el mundo pensó que iba a morir, pero cuando gracias a los cuidados de mis padres al cabo de un mes lograba incorporarme, mi amiga Chie, que no había sufrido, se llenó de manchas rojas (petequias) y murió en tres días. Mi familia me escondió el espejo para que no me viera. A los cuatro meses salí por primera vez a la calle y los niños me gritaron que parecía un diablo rojo. Se me avinagró el carácter y maldecía a todos por haberme salvado. Me sentía traicionada porque aquello no era el Imperio del Sol Naciente, sino una ruina, y todo lo que me habían enseñado era falso. Pensé en suicidarme. Mucha gente lo hacía en esos años. Un día increpé a mi padre por cuchichear con un vecino y me respondió que hablaban de cuando él arriesgaba su vida a diario por mí. Nos bañamos en lágrimas y decidí vivir.”
Seiko se casó en 1950 con un kamikaze que no llegó a hacer su ataque suicida porque acabó la guerra. Ya le habían hecho dos injertos de piel y en 1985 se sometió a 15 operaciones que le quitaron casi todo rastro de cicatrices, aunque ella se sigue haciendo las fotos de perfil. Dice que cada aniversario llora como el primer día porque el tiempo curó otras heridas pero mantiene vivas las de bomba atómica.
* Exclusivo de El País Semanal para Página/12.
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