Sábado, 6 de agosto de 2005 | Hoy
ESPECIALES › OPINIóN
Por John Saxe-fernandez
A 60 años del ataque atómico contra Hiroshima y Nagasaki, todavía muchos aceptan la justificación esgrimida por el gobierno de Harry S. Truman y sus sucesores de que así se acortó la guerra y, en la interpretación oficial, popularizada por Hollywood, cientos de miles de soldados de Estados Unidos habrían salvado la vida. Lo que se enseña en muchas escuelas y se difunde por la televisión es un intento de apropiarse del pasado y, en una suerte de ejercicio orwelliano, digerirlo para expulsarlo al mundo con habitual falta de objetividad e interpretaciones sesgadas precisamente para consumo de aquellos pueblos que han sido impactados por dichos sucesos.
Hiroshima es uno de ellos, demasiado importante para dejarlo en manos de los mercaderes. Su significación y actualidad es un hecho. Según una encuesta realizada en 2003 entre periodistas y otros formadores de opinión, la abrumadora mayoría identificó esos ataques con armas atómicas como el suceso más importante registrado durante el siglo XX. Frente a la actual y sostenida carrera armamentista, éste es un leve reflejo del profundo impacto humano, histórico y estratégico de Hiroshima y Nagasaki. Cuando la mentira sistemática prima para justificar guerras como la de Irak, cobra inusitado relieve político e histórico la investigación de Gar Alperowitz The decision to use the atomic bomb (Nueva York, Knopf, 1995), que demuestra documentalmente que esos ataques no fueron causados por necesidades militares, sino por motivaciones políticas que tenían más que ver con la intención de impactar el medio ambiente posbélico que acabar con la guerra. En los hechos, el brutal mensaje de Truman fue: “Tenemos el monopolio de este tipo de armas de destrucción masiva, y no nos tiembla la mano para usarlo contra la población civil”. Es una “misiva” dirigida al resto de la humanidad, no sólo a Stalin. Por medio de Hiroshima y Nagasaki, Truman “globalizó” Auschwitz y, como lo he señalado en otra oportunidad, proyectó hacia el futuro la práctica del terror de Estado, del genocidio, de los crímenes de guerra, del exterminio sistemático de la población y de las operaciones clandestinas como instrumentos de política exterior.
Alperowitz muestra que William D. Leahy, almirante de la marina estadounidense y jefe del Estado Mayor de Truman, dejó constancia documental de que “el uso de este armamento bárbaro en Hiroshima y Nagasaki no ayudó materialmente en nuestra campaña militar contra Japón... Al ser los primeros en usar esa arma, adoptamos los niveles éticos prevalecientes entre los bárbaros de las eras oscuras. A mí no se me enseñó a hacer la guerra de esta manera. Las guerras no pueden ganarse destruyendo mujeres y niños”. Los generales McArthur y Eisenhower en ningún momento pensaron que fuera necesario usar la bomba atómica contra la población civil. Eisenhower escribió: “... expresé a Stimson (el secretario de Guerra) mis graves dudas, primero en la base de mi convicción de que Japón ya estaba derrotado y que lanzar la bomba era un acto totalmente innecesario, y segundo porque sabía que nuestro país debía evitar ofender a la opinión mundial usando un armamento innecesario para salvar vidas estadounidenses”. Alperowitz nos recuerda la sorpresa de Norman Cousins al enterarse, en el curso de una entrevista con McArthur realizada después de la guerra, de que ni siquiera había sido consultado, expresando además que no existió justificación militar alguna para lanzar la bomba.
Hiroshima es un acontecimiento mayor en la historia de 500 años de la modernidad. Como advirtió Günther Anders, vivimos en la era en la que “en cualquier momento disponemos del poder para transformar cualquier lugar denuestro planeta, aun nuestro planeta mismo, en una Hiroshima”. La reflexión seria sobre Hiroshima permite apreciar, en toda su magnitud ética y estratégica, acontecimientos contemporáneos como la actual política nuclear de Bush y el brutal ataque aéreo contra la población civil iraquí, perpetrado bajo el lema de shock and awe, la rúbrica del terrorismo de Estado del secretario de Defensa Donald H. Rumsfeld y de Paul D. Wolfowitz, el “presidente” del Banco Mundial. Tan grave como la cómplice participación del gobierno de Junichiro Koizumi en la carnicería de Bush en Irak, una bofetada a las víctimas de Hiroshima.
La Casa Blanca alienta la proliferación y modernización de las armas nucleares, la intensificación de la carrera armamentista a nivel nuclear y de balística intercontinental y gira instrucciones secretas para preparar ataques con este tipo de armas contra seis naciones, Rusia y China entre ellas. El Sistema Nacional Antibalístico y la adopción de la guerra preventiva son parte de un explosivo recetario que incluye 4500 armas nucleares ofensivas de Estados Unidos, 3800 de Rusia y entre 200 y 400 de Francia, Inglaterra y China. La de Bush es una política nuclear, al decir de Robert McNamara, “inmoral, ilegal, militarmente innecesaria y espantosamente peligrosa”.
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