Sábado, 4 de febrero de 2006 | Hoy
Julio De Caro se adelanta espontáneamente a hacernos la confesión de rigor:
–Treinta y nueve años pronto serán cuarenta. Nací el 11 de diciembre de 1901. Empecé a estudiar música a los ocho años y vivo de ella. Nunca tuve otra profesión que la de músico, y ya es tarde para cambiar de oficio, suponiendo que yo sirva para otra cosa. Y aunque sirviera, no es fácil que llegue a manejar otras herramientas que mi violín y mi batuta.
Se calla un momento, como para meditar la frase y agrega:
–Para hacer bien alguna cosa, hay que dedicarse exclusivamente a ella.
–Y usted dedicó su vida al tango.
–A la música. El tango vino después. Claro que el tango también es música. Precisamente todos mis esfuerzos tendieron a eso, a evidenciar las probabilidades musicales del tango. Nací y viví en un ambiente musical. Mi padre, José De Caro, era y es profesor de música. Vino al país muy joven. Después regresó a Italia, donde fue director del conservatorio de Milán. Volvió de nuevo a Buenos Aires, y aquí se quedó definitivamente. Pertenece a la camada de Fracassi, Felica, Cimaglia, Catelano, todos músicos italianos que aportaron su arte y sus enseñanzas al desenvolvimiento de la música en Buenos Aires. Mi padre instaló un conservatorio que lleva su nombre y que existe aún. Por él han pasado dos generaciones de músicos argentinos. Unos se hicieron profesionales y otros se quedaron en dilettantes.
–Usted sería uno de los alumnos del conservatorio De Caro, naturalmente.
–Naturalmente, no. Fui alumno de mi padre, pero no de su conservatorio. Me daba lecciones particularmente. Fue mi primer profesor, pero no el único. Cuando todavía no había yo cumplido ocho años empezó a enseñarme a tocar el violín. Años después continué tomando lecciones de este instrumento con el profesor Bolia, el padre de mi buen amigo y excelente violinista David Bolia. Con mi padre estudié también armonía, contrapunto, composición y piano. Anualmente rendía examen en el conservatorio Williams. Mientras proseguía mis estudios musicales iba atendiendo otros aspectos de mi cultura. De la escuela primaria pasé al Colegio Nacional Mariano Moreno, donde cursé hasta el tercer año. Mi padre hubiera querido hacer de mí un doctor. Pero yo preferí concretarme a ser un músico. Cada cual debe dedicarse a lo suyo, y no se puede dar el paso más largo que la pierna. Yo quise dar una vez este paso y estuvo a punto de costarme caro. Pero sigamos al orden del relato. Mi educación musical se ajustó estrictamente a los cánones. A los quince años ya era yo un discreto violinista. Cuando todavía llevaba pantalón corto, toqué durante una breve temporada en una orquesta que dirigía el maestro De Bassi en el teatro Liceo, donde se hacían zarzuelas españolas. Antes de eso, ya había yo ejecutado en mi violín a los compositores clásicos, que interpretaba en mi casa y en el conservatorio. Por aquel entonces vivíamos nosotros en la calle México, a la altura de Catamarca. Algunas tardes dejaba a Mozart y Chopin y me reunía en aquella esquina con otros muchachos del barrio. La barra aumentaba cada vez que, al anochecer, nos visitaba un viejo italiano con su organito moledor de tangos. Y mientras los muchachos bailaban en parejas y el viejo del órgano seguía moliendo su tango, yo me dedicaba a tararear aquella música, que a pesar de su estructura rudimentaria, ejercía sobre mí una fuerte sugestión. Así me aprendí de oído algunos tangos que luego tocaba en mi violín. El primero que interpreté fue El irresistible. Pero yo no me limitaba a repetir las notas que había aprendido del organito. Al reproducirlas trataba de ajustarlas a mi estilo y a mi técnica de instrumentista de escuela, procurando, eso sí, que mi educación musical académica no afectara el sabor típico de aquella música popular. Mi deseo era que los conocimientos que había adquirido en el conservatorio se amoldaran a las emociones que había recibido en la calle, oyendo al viejo del organito. Podría decir que desde entonces hasta la fecha sólo he procurado ir perfeccionando aquel ideal de fundir lo sentido y lo sabido, y si algo significa mi aporte al desenvolvimiento de nuestra música típica, corresponde situarlo dentro de esa orientación a la vez académica y popular.
–¿Cuándo interpretó usted en público el primer tango?
–Después de haber tocado muchos en privado. Y digo en privado porque el primero de quien tenía que esconderme era de mi padre, que no quería saber nada con los tangos ni con los milongueros. Pero a mí me gustó esa música que venía del pueblo, y cuando volvía a él, el pueblo la reconocía y la consagraba como suya. Como le digo, empecé tocando a las escondidas, para mí y para mis amigos del barrio. Entre ellos había uno que se llamaba Ferrari, y que fue el “primer hincha” mío. Era unos años mayor que yo, como casi todos mis amigos. El día que estrené los primeros pantalones largos, los muchachos resolvieron agasajarme. Me llevaron al Palais de Glace. Allí tocaba la orquesta de Roberto Firpo. Mis amigos, que con toda premeditación eligieron una mesa próxima a la orquesta, empezaron a gritar, con Ferrari a la cabeza: “¡Que toque el ‘pibe’! ¡Que toque el ‘pibe’!” El “pibe” era yo. Firpo me ofreció un violín y me preguntó qué quería tocar. Y yo elegí La cumparsita. Puse los cinco sentidos en la ejecución. La primera parte, que tiene armonía de violín, la ejecuté en forma armónica. En la repetición me floreé en la cuarta cuerda imitando el sonido del violoncello. Mi manera de tocar llamó la atención del público y sorprendió a los músicos. Entre los concurrentes estaba Arolas, me invitó a su mesa y me ofreció un contrato para su orquesta. Yo acepté la oferta, siempre que se encargara él de conseguir la autorización de mi padre. No pudo convencerlo; pero a fuerza de insistir logró que mi padre me permitiera reemplazar provisoriamente a un violinista enfermo. Quince días estuve de suplente. Me pagaron quinientos pesos. Pero yo también me enfermé. Tocaba por la noche, hasta las cuatro de la mañana en el Tabarís; a las ocho tenía que ir al colegio y, por la tarde, al conservatorio. Era demasiado para mis dieciséis años. Me vino una especie de “surmenage”. No se puede dar el paso más largo que la pierna, como decíamos antes.
–¿Optó usted por dejar la orquesta?
–Opté por dejar el colegio. Por primera vez mi padre me permitió elegir, y me señaló estos tres caminos: “¿Qué prefieres –me propuso–: ser doctor, ser músico... o dedicarte a tocar tangos?”. Y yo elegí el tango. Pese a la opinión de mi padre, presentía que también tocando tangos podía hacerse música, buena música. Volví a la orquesta de Arolas, después de reponerme de aquel exceso de trabajo. Estuve tres años con Arolas como primer violín. Con el mismo puesto pasé a la orquesta de Fresedo, y con él estuve cerca de cuatro años. Pasé luego a la orquesta de Carlos Cobián para grabar discos en la casa Victor. En mi misma fila de atriles estaban tres violinistas que se llamaban Remo Bolognini, Astor Bolognini y Agesilao Ferrazzamo. En una ocasión, al grabar un disco, yo ejecuté una armonía de violín que no figuraba en la partitura, pero que quedaba bien dentro de ella. Al escuchar la prueba del disco, el director de la casa Victor encontró excelente mi agregado. Pero a Cobián no le pareció bien, y eso motivó mi salida de la orquesta. Me negué a contratarme en otra parte. Comprendí que para poder tocar a mi gusto, para dar al tango la expresión que yo quería darle, tenía que empezar por tener una orquesta propia. Estuve siete meses sin trabajar, pero al cabo de ellos pude formar mi primera orquesta que debutó en el teatro San Martín. Era una orquesta mixta, de típica y clásica, y se componía de cincuenta músicos. Entre ellos estaban Massia, Petruccelli, Aimovich, Olivari, Danessi, Brignolo, Goyeneche, Francia, Cinibaldi, mi hermano Francisco De Caro y otros. Yo era director y violín solista. Ofrecí doce conciertos. El repertorio era popular, pero instrumentado por mí para gran orquesta. Por fin pude llevar el tango al plano de la gran orquestación. Obtuvo un éxito artístico, pero el resultado económico no me permitió seguir teniendo una orquesta tan costosa.
–¿Volvió usted a contratarse?
–De ninguna manera; para hacer algo necesitaba seguir siendo director. Ya que no podía dirigir una gran orquesta, bajaría la prima de mis pretensiones. Formé un sexteto con mi hermano Francisco, Pedro Maffia, Pedro Laurenz, Mario Francia y Leopoldo Thompson. Debutamos en el Colón. No en el teatro, sino en el café Colón, que estaba en Bernardo de Irigoyen y Avenida de Mayo. Anduvimos un tiempo recorriendo cafés de categoría, y pasamos después al Select Lavalle, contratados por Augusto Alores. Entramos así a alternar en los cines elegantes con las orquestas clásicas. La nuestra era una orquesta típica, pero yo conseguí dar al tango una expresión nueva. Instrumentaba las partituras procurando dar a cada instrumento oportunidades de lucimiento individual. “Los típicos” decían que nosotros habíamos convertido el tango en música de iglesia, simplemente porque yo me había preocupado de ofrecer una música armonizada. Pero esto sólo bastaba para escandalizar a ciertos directores y compositores que fían más en la intuición que en el arte y la cultura. Afortunadamente el público nos juzgó de otra manera y eso nos permitió ocupar un sitio entre los cultores de la música popular. Entretanto, fui componiendo mis primeros tangos: Buen amigo y El monito. El tercero fue Copacabana, que escribí en el Brasil cuando lo visité en 1927. Al regreso actué en varios cines, en la casa Harrod’s y frecuenté con mis orquestas los salones de la aristocracia porteña. Llevé a ellos un tango depurado, elegantizado; pero sin quitarle por eso su ritmo y su cadencia. Traté de valorizarlo musicalmente respetando su carácter y su modalidad. Con ese mismo tango civilizado, digamos así, me fui a Europa en 1931. Visité Roma, Milán, Génova, Turín. La noche de mis presentaciones en Turín asistió el príncipe Humberto con su esposa. Según el protocolo real, hasta que el príncipe no se levanta nadie puede hacerlo. Y como aquella noche el príncipe Humberto tenía deseo de oír tangos tuvimos que ofrecer catorce bises sin que nadie osara moverse de su asiento. De Italia pasamos a la Costa Azul. Estando en el Palace Mediterraine tuve ocasión de conocer a varios personajes de renombre universal, entre ellos el Aga Khan, el barón Rothschild y Carlitos Chaplin. Si Chaplin no me hubiera dicho que era Chaplin, no me hubiera yo podido imaginar que aquel señor tan fino y elegante que me pedía en francés algunas explicaciones sobre los pasos del tango era el mismo Carlitos que tantas veces había visto yo en el cine. A lo sumo podía tomársele por un empresario, o mejor por un millonario norteamericano que se hacía pasar por Chaplin en un rasgo de humorismo. Durante mi estada en Europa me llamó Manuel Romero para intervenir en la película de Carlos Gardel Luces de Buenos Aires, para la que hice la música de fondo y en la que trabajé con mi orquesta.
–¿Y qué hizo usted a su vuelta de Europa?
–Lo mismo que antes. Volví a tocar en los cines, a pesar de que el cine sonoro ya había desalojado a la mayoría de las orquestas. Luego pasé a la radio, y en ella llevo diez años. Pronto hará cinco que estoy en Radio El Mundo. También compuse varios tangos. Además de los que he citado soy autor de Malapinta, Moulin Rouge, Por Boedo, Guardia Vieja, Todo corazón, La rayuela, El arranque, El malevo, Mundo Argentino, Pienso en ti y Juego. Escribí otras composiciones de distinto género y tomé parte en dos películas: Murió el sargento Laprida y Petróleo. Vivo dedicado a mi música, a mi orquesta, a mis conciertos y audiciones. Mi ideal, el leitmotiv de toda mi carrera, es elevar la jerarquía artística de la música popular. Algo creo haber hecho en ese sentido. Pero todavía me queda mucho por hacer. Y todo lo iré haciendo a su debido tiempo. Por lo pronto, se me ha confiado la organización de una gran orquesta sinfónica de setenta profesores, que se presentará en el mes de agosto en el teatro Casino, del auditorio de Radio El Mundo. El maestro argentino Sebastián Lombardo será mi colaborador en la realización de este proyecto, que encontró el apoyo que le hacía falta en mi amigo Pablo Osvaldo Valle. En esa orquesta en formación espero cristalizar mi antiguo anhelo de revalorizar el tango, nuestro tango, ese tango humilde y callejero que yo aprendí a amar de pibe en aquel organito de México y Catamarca. Desde entonces le dediqué lo mejor de mi arte y de mi tiempo. El tango, además de un vehículo de emociones que está íntimamente identificado con el pueblo, también es música. Sí, señores: el tango también es música. Así lo proclamé una vez en Europa ante un grupo de músicos amigos. En este aspecto sus posibilidades no tienen más limitaciones que las de aquellos que lo cultivan. No seré yo quien desdeñe la labor de estos cultores de la música popular, pues me cuento entre ellos. Pero esto no impide que aspire a perfeccionar mi arte, precisamente para ponerlo al servicio de lo nativo y popular. Después de todo, no hay ninguna ley que prohíba al hombre tener aspiraciones.
“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”
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