Jueves, 19 de abril de 2007 | Hoy
Por Ricardo Sidicaro*
¿Dónde están entre nosotros las consecuencias de los acontecimientos de Semana Santa de 1987? Ese tipo de pregunta permite jerarquizar la relevancia política de los hechos del pasado que perduran en la memoria social. Es válido rememorar el motín de Pascua como una efeméride democrática, pero eso puede llevar a perder de vista su principal significado: el de una verdadera inflexión en la relación sociedad-clase política, que supuso el cierre de una etapa y la apertura de una nueva. En términos generales, los sucesos de abril de 1987 inauguraron un distanciamiento entre la clase política y la sociedad civil que perdura hasta nuestros días, aspecto, por cierto, que no es para nada anormal en las democracias modernas. En Semana Santa del ’87 terminó la fase de efervescencia popular por la democracia recuperada que acompañó el fin de la dictadura y el primer bienio alfonsinista que se había iniciado con la clausura del autoritarismo y la relativa confusión entre representantes y representados en el justificado magma de la ilusión democrática. Contribuían a esa ilusión dos factores: la capacidad de los sectores movilizados de la sociedad civil de hacer escuchar sus reclamos y la desorganización de los partidos políticos que hacía a sus dirigentes más sensibles a las demandas ciudadanas. Si en condiciones normales los dirigentes partidarios creen que “la política es el arte de lo posible” y sus apoyos electorales delegan en ellos la responsabilidad de gobernar sin otro recurso que el de castigarlos en las urnas venideras, algo muy distinto ocurrió cuando las movilizaciones sociales se convirtieron en actores de la esfera pública de la política en los momentos liminares de la restauración democrática. En la sociedad había ganado espacio un nivel de deliberación y de politización como nunca se había conocido hasta entonces: los derechos humanos y el reclamo de justicia habían colocado objetivamente el debate político en un plano que superaba las capacidades partidarias de construir agendas de prioridades gubernamentales. Los partidos, habituados a gestionar litigios de intereses corporativos, se veían superados por el lenguaje de las reivindicaciones de carácter universal que venían de la sociedad. La naturaleza cualitativamente no negociable de las demandas de justicia ante los crímenes de la dictadura fueron, en un principio, encaminados por carriles de dudosa ejecutividad: los tribunales militares fueron encargados de juzgar a sus pares, y en lugar de comisiones legislativas de investigación se creó la Conadep, con la esperanza, seguramente, de un accionar simbólico de limitadas consecuencias jurídicas. Si bien el Juicio a las Juntas pasó a la Justicia civil, los pocos y módicos castigos no fueron suficientes para hacer creer que se había hecho justicia, al tiempo que la disconformidad social había crecido con el horror revelado por la Conadep. Los militares, mientras tanto, creaban los conflictos que desembocaron en el motín de 1987, ante los cuales predominó en las instancias gubernamentales la idea de ceder en materia de derechos humanos en nombre del “arte de lo posible”.
Sin proponérselo, los sublevados de Semana Santa de 1987 pusieron la piedra fundacional de un nuevo período: la política partidaria dejaba de aspirar a asumir las demandas éticas de la sociedad y se contentaba con gestionar las tensiones emergentes. Se inició entonces un persistente proceso de pérdida de legitimidad de las instituciones democráticas y de los partidos políticos que llega hasta nuestros días. En ese contexto, no podían sino multiplicarse los actores sociales que asumían la autorrepresentación de sus intereses y los más disímiles tipos de demandas ganaron las calles y las rutas. Como para profundizar su indiferencia frente a los principios éticos, los poderes gubernamentales de la provincia de Buenos Aires buscaron a la figura paradigmática del motín de Pascuas para que preserve la seguridad y el orden y no pocos de los que se habían pintado las caras fueron admitidos como miembros de la clase política. En la algarabía neoliberal, el lenguaje universal de los derechos humanos tendió a quedar fuera de las instituciones estatales y se hizo oficialmente sospechoso. Cuando llegó la crisis de 2001, y las movilizaciones sociales se alzaron contra las consecuencias catastróficas de la política vigente, resurgieron las voces que estimaban que “se podían correr las fronteras de lo posible”, en una situación caracterizada por la descomposición de los partidos políticos, y asumieron un nuevo protagonismo los reclamos de justicia por los crímenes procesistas, reinstalándose con singular fuerza en el espacio público. La etapa abierta en 1987 parece tender a cerrarse con la voluntad ético-política de castigar a los responsables e implicados en la barbarie dictatorial, sin duda, no es ese el único factor que podría incidir en la recuperación de la legitimidad de las instituciones si bien sería una contribución importante.
* Sociólogo.
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