Jueves, 19 de abril de 2007 | Hoy
Al candidato derechista Nicolas Sarkozy, primero en los sondeos para los comicios de este domingo, se le presenta un problema: inspira temores plurales. Las críticas van desde su radicalismo ideológico hasta su cultura de la represión policial.
Por Eduardo Febbro
Desde París
“Francia está pidiendo un jefe, un salvador”, dice el historiador Michel Winock en las páginas del matutino Libération. Nicolas Sarkozy, el ex ministro de Interior y candidato de la conservadora UMP, quiere ser ese jefe, el patrón de una Francia encerrada en sí misma, asfixiada por un Estado omnipresente, el salvador de una sociedad que ha elaborado un modelo ejemplar de coexistencia pero que, con una suerte de aplicada ceguera, ha ido cediendo muchos de los valores que ella misma exportó al mundo entero. Sarkozy ha consagrado años de su vida a la incierta conquista del poder. Ministro del Presupuesto, ministro de Economía y Finanzas, ministro de Interior, el ex abogado de negocios y ex intendente de un adinerado suburbio de París, frenético y decidido, se dio incluso el lujo de enterrar al padre de la política francesa, el presidente Jacques Chirac. Sarkozy tomó el control del partido fundado por Chirac, el RPR, temible máquina electoral rebautizada UMP con el único propósito de convertirse en la base y el motor de la victoria de Sarkozy.
Pero el hombre inspira miedo. Sus muecas nerviosas, sus tics agresivos, su innegable fuerza personal, su radicalismo ideológico, su liberalismo calcado de las corrientes conservadoras norteamericanas, su cultura de la represión policial a todos los niveles, su frenesí, su autoritarismo, su inestabilidad emocional y sus memorables pérdidas de control hacen que Sarkozy suscite dos sentimientos proporcionales e inmediatos: o se lo adopta o se lo detesta. El pasado 14 de enero, cuando, en el congreso de la UMP, Sarkozy fue designado candidato, el hombre se confesó: “He cambiado porque las dificultades de la vida me cambiaron (...), porque el poder me cambió, porque me hizo sentir la aplastante responsabilidad moral de la política”. Confesión pública y estratégica que la realidad no permite verificar. Su slogan de campaña, “la ruptura tranquila”, no corre a la par de su tranquilidad de ciudadano ni de sus declaraciones, que exacerbaron la tensión racial y ahondaron el hiato entre la izquierda y la derecha. Ese nerviosismo se traduce por una inquietud palpable no sólo en una parte de la sociedad sino en su propio entorno. Un allegado a Chirac decía: “Sarkozy va a explotar en pleno vuelo. Su peor enemigo es él mismo”. Sarkozy es, para muchos, un hombre peligroso, una suerte de personaje que, pese a los esfuerzos que hace por parecer calmo e igualitario, esconde un dictador. En la competición colectiva de quién atrae más a esos lápices anónimos que desfiguran los afiches dibujando grafitos sobre las fotos de los candidatos, Sarkozy se lleva la palma. El candidato de la UMP le ha ganado incluso a Jean Marie Le Pen, el jefe de la extrema derecha: los graffiti lo representan infaltablemente con los famosos bigotes de los dictadores.
En Francia, hay una sarkomanía y una sarkofobia. Nada cambia las convicciones de los sarkomaníacos, que votarán por él en contra de todos los argumentos. Los sarkofóbicos son iguales: convictos de una causa que agrupa a una galaxia de personajes públicos y redes de ciudadanos que sólo tienen una consigna: impedir que Sarkozy sea presidente. El semanario Marianne fue uno de los grandes beneficiarios de ese sarkomiedo que sus adversarios explotan, tanto los enemigos políticos, centristas y socialistas, como los de la interna conservadora. Marianne vendió más de 300 mil ejemplares de una edición consagrada al “verdadero Sarkozy” que resumía todo lo que se dice, lo que se sabe y no se sabe, en suma, un retrato escalofriante de un hombre político que, según el semanario, “es, en algún que otro lado, un loco”. Esa imagen de hombre incontrolable y peligroso lo persigue como su sombra. Sin dudas, sus declaraciones antes y durante la crisis de los suburbios que estalló en Francia en octubre de 2005 no hicieron sino confirmar que Sarkozy, una vez en el trono, sería una suerte de Yo el supremo a la europea.
Los sarkofóbicos no se componen únicamente de gente de la izquierda: los viscerales anti-Sarko (así se lo apoda en el país) se reclutan desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Ese es el gran problema de Sarkozy: inspira no un miedo sino miedos plurales que terminan por unir en una misma corriente “visceral” a gente oriunda de horizontes ideológicos opuestos. Lo más dañino para el candidato de la UMP es que los sarkofóbicos más famosos y activos son varios de los jugadores de fútbol de la selección francesa, entre ellos Liliam Thuram y Patrick Vieira. Ambos se han convertido en una suerte de representantes de esa Francia negada por la otra Francia, es decir, la Francia mestiza o negra surgida de la inmigración, pero ante la cual la Francia blanca tiene una postura cuestionable. Sarkozy había tratado a los habitantes de los suburbios, allí donde vive esa otra Francia excluida, de “escoria”. Luego prometió que limpiaría con “kerosén” todos esos lugares. Para Liliam Thuran Sarkozy es peligroso “porque tiene una visión racial de las cosas y de la gente”. Grupos de defensa de los derechos humanos, redes de activistas de izquierda, grupos asociativos y libertarios ven en “Sarko” “la hecatombe de la identidad excedida”.
El club anti-Sarko
Es oportuno reconocer que Sarkozy ha introducido un discurso caracterizado por una sólida defensa de la identidad nacional en una cultura que ideó un modelo ideal de la existencia en sociedad. Ese modelo hizo de los valores el factor central de la identidad. Sarkozy defiende algo distinto de esa tradición francesa que había permitido que tantas culturas distintas convivieran en un mismo territorio, porque el lazo no era sanguíneo –como en Alemania– sino un valor, una comunidad de ideas. Etnólogos, profesores de historia, sociólogos, antropólogos y filósofos pueblan con sus columnas de opinión o sus cartas abiertas las páginas de los diarios para denunciar “la Francia identitaria” del ex titular de Interior. “Cortesano de George Bush”, según la fórmula del filósofo antiliberal Michel Onfray, Sarkozy es una suerte de ovni para el demógrafo Emmanuel Todd, que dice: “Sarkozy ya no entra en los valores de la igualdad. En este sentido, Sarkozy ha salido del sistema cultural francés”. El candidato de la derecha no hace sino reforzar ese temor proponiendo absurdos tales como un Ministerio de la Inmigración y de la Identidad Nacional. Sobre una foto de Sarkozy, un afiche de la asociación de izquierda Act-Up decía: “Vote por Le Pen”. Colmo de la sarkofobia que se expresa incluso en canciones. Sarkozy tuvo la mala idea de presentar una querella judicial contra una canción del grupo de rap Sniper. El tema, “Francia”, le pareció al entonces ministro de Interior que era insultante para la policía. Desde entonces, Sniper o grupos como Diam’s han compuesto nuevos raps donde el blanco es Sarkozy. El Tarden, en una camiseta impresa, recuperó, a su manera, una de las frases más famosas de Sarkozy. El candidato dijo: “Si hay quienes no quieren a Francia, que no se molesten y se vayan”. La camiseta dice: “Me cogeré a Francia hasta que la quiera”. Los racistas y antisemitas también tienen un club anti-Sarkozy. Claro, con su estilo y su cultura del odio al otro, esta corriente se burla de Sarkozy debido a sus orígenes.
El candidato es hijo de inmigrantes húngaros. Los racistas del grupúsculo “Todo excepto Sarkozy” lo odian y hasta existe un portal de ultraderechistas y ultranacionalistas que se define así: “Portal de la lucha nacional contra la candidatura de Nagy Bacsa (sobrenombre que le ponen a Sarkozy)”. El portal se muestra indignado por los orígenes “húngaros” del candidato y por su proximidad con Israel y los Estados Unidos.
Con todo, como lo señalaba una primera plana del diario Libération, el candidato de la UMP lleva sobre sus espaldas un aura: “El inquietante Señor Sarkozy”.
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