ESPECTáCULOS › “AMELIE”, DE JEAN–PIERRE JEUNET, EXITO HISTORICO DEL CINE FRANCES
Betty Boop tiene el alma de un bambi
Por H. B.
Desde unos años a esta parte, para esta época siempre aparece una película europea de la que todo el mundo habla, o siente que tiene que hablar. En 1998, esa película fue La vida es bella, italiana. En el ‘99, Todo sobre mi madre, española. Este año, “la” película es Amélie, que comenzó su apabullante recorrido mundial en el 2001, cuando fue consagrada por el público como la película más vista de la historia del cine francés. El camino al éxito y la resonancia internacional continuó en noviembre, cuando se estrenó en Estados Unidos, y desde hace meses se habla de ella no sólo como la más fuerte candidata al Oscar en el rubro “Mejor Film en lengua no inglesa”, sino como el posible gran batacazo de la próxima entrega (como había sucedido, sin ir más lejos, con los films de Benigni y Almodóvar). Obviamente, todo este runrún viene motorizado y supervisado por la compañía Miramax, cuyos capitostes dominan –como pocos en este negocio– el arte de llegar al Oscar.
Originalmente titulada Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, la nueva película de Jean–Pierre Jeunet (Delicatessen) tiene todo lo que se necesita para llegar al Oscar. Empezando por el hecho de que es una fábula que combina dosis parejas de ingenuidad, excentricidad, colorido y dos cualidades que sólo pueden nombrarse entre comillas: “buenos sentimientos” y “poesía”. Todo ello se ve condensado en su protagonista, una chica de ojos grandes y expresión cándida, la hasta aquí desconocida Audrey Tautou. Tautou es Amélie, venida al mundo en un hogar tan triste que hasta el pescadito de casa intenta suicidarse, saltando fuera de la pecera. Quién no podría simpatizar con ella, si parece un cervatillo, nacida de un padre indiferente y una mamá sargentona.
De grande, Amélie trabaja como camarera y conserva el aire sensible y solitario de una Betty Boop con alma de Bambi. Tiene tantas ganas de ayudar al prójimo que se pondrá a hacer el bien sin mirar a quién. Pero a Amélie le falta algo: el amor. Esa falta tiñe sobre todo la segunda parte de la película, pero comenzará a repararse cuando Amélie conozca a Nino (Mathieu Kassovitz), otro solitario como ella, que divide su tiempo trabajando en un pornoshop y un tren fantasma. Como en Delicatessen, Jean-Pierre Jeunet trabaja por acumulación. Acumulación de ideas visuales, pequeñas extravagancias, dispositivos escenográficos, personajes episódicos y digresiones del relato, que demuestran que ingenio e ideas no le faltan al realizador. Más bien le sobran.
Superada la sorpresa inicial, cuando el cóctel de originalidad, excentricidad y velocidad toma al espectador por asalto, la seducción bien puede dar paso al agotamiento, y las debilidades de Amélie comienzan a aflorar. Hasta tal punto es abigarrado cada plano, tan estudiada su composición, tantos los trucos de montaje y tan sobrescrito el relato-off, que el film no tarda en parecer una superpoblada mueblería en la que alguien dejó las ventanas cerradas. Como sus héroes, a Jeunet le gusta coleccionar cosas raras, y a ello se dedica en cada plano. Como buen coleccionista, se olvida de la gente. Sus personajes se reducen a una única cualidad: está el pintor reclusivo–obsesivo que copia cuadros de Renoir, el celoso acosador, la hipocondríaca, el verdulero irascible, el discapacitado mental bueno, y así.
Todos ellos forman una colmena que parece calcada del Montmartre de cierto cine francés de los años ‘30 y ‘40, en el que primaba un provincialismo naïf y pintoresquista, de tarjeta postal. Teniendo en cuenta que aquí esa colmena está bañada de colores densos y artificiosos, y que esta París absolutamente irreal ha sido entera y obsesivamente reconstruida en estudio y por digitalización, el efecto general es el de una pecera de la que algún espectador puede llegar a tener ganas de saltar.