ESPECTáCULOS › UNA RAREZA DEL FESTIVAL DE TESALONICA
El cine de Palestina
Las pelìculas “Intervención divina”, de Elia Suleiman, y “La boda de Rana”, de Hany Abu-Assad, son un demostración contundente de que en Palestina está naciendo un movimiento cinematográfico.
Por Luciano Monteagudo
Página/12
en Grecia
Desde Tesalónica
El viejo muelle reciclado, que sirve de cuartel general al Festival de Tesalónica, invita a embarcarse hacia “nuevos horizontes”, como propone desde su título una de las secciones de la muestra griega, dedicada a promover al mejor cine joven e independiente del mundo. Sobre las aguas claras y mansas del Egeo se mecen los remolcadores y también algún oscuro barco de carga, mientras los cinéfilos van haciendo cola frente a las bodegas y depósitos que ahora albergan cuatro salas de proyección -llamadas “John Cassavetes” o “Stavros Tornes”, en homenaje al más rebelde de los realizadores griegos– para viajar desde allí hacia otros puertos. Un recorrido posible puede ser, siguiendo las aguas del Mediterráneo, hacia Medio Oriente, donde es posible encontrar no sólo la violencia que alimenta todos los días los noticieros de la televisión sino también el impensado, insólito nacimiento del cine palestino.
Dos de las películas más estimulantes y provocativas de todo el festival son palestinas y dan cuenta de la realidad de la región con un grado de inventiva y una capacidad de reflexión sobre la propia situación que no es común encontrar siquiera en las cinematografías más desarrolladas. Se trata de Intervención divina, el segundo largometraje de Elia Suleiman, que ya había despertado todo tipo de elogios y controversias después de su lanzamiento en mayo pasado en el Festival de Cannes, donde consiguió uno de los premios principales (aquí está entre las proyecciones especiales), y de La boda de Rana, de Hany Abu-Assad, que a su vez promete estar entre las firmes candidatas al premio mayor del jurado en la competencia oficial de Tesalónica.
Nacido en Nazareth en 1960, exiliado primero en Nueva York y después en París, desde donde viaja regularmente a Ramallah, Suleiman es también el protagonista de su película, o en todo caso uno de sus personajes principales, en un film que no está organizado precisamente de manera lineal ni tiene una estructura aristotélica, en la que importen demasiado presentación, nudo o desenlace. Suleiman es en todo caso el observador privilegiado de lo que sucede en una región atravesada por una violencia absurda y a la que él examina con un humor desconcertante, que parece heredado directamente del cine mudo de Buster Keaton. Suleiman también permanece siempre impávido, con el rostro serio, grave, frente al mundo circundante, pero asimismo se permite –como Keaton– desarticular ese mundo con gags asombrosos, subversivos, como cuando burla a una rígida barrera militar israelí haciendo pasar por encima de las cabezas de los soldados un globo rojo con la imagen de Yasser Arafat. No menos provocativa resulta la imagen de una chica palestina, vestida como una guerrera ninja, que desafía a cuatro guardias israelíes armados con ametralladoras, que le disparan inútilmente, mientras ella –a la manera de Bruce Lee o Jackie Chan– esquiva coreográficamente todas y cada una de las balas.
Por su parte, La boda de Rana no reniega tampoco del humor, pero su tono general es diferente, más lírico por momentos, pero también más visceral más furioso. Todo empieza una mañana, bien temprano en el este de Jerusalén. La joven Rana se despierta y decide cambiar su vida. Se supone que esa misma tarde debe viajar a Egipto con su padre, pero Rana en cambio elige casarse con su amado Khalil, un director de teatro de Ramallah, que ni siquiera figura en la larga lista de prósperos pretendientes que le ha preparado su familia. El problema es que la boda tiene que hacerse esa misma tarde, antes de la partida del padre, que debe dar su consentimiento. Y ciertamente no es fácil atravesar ida y vuelta Jerusalén, donde a cada vuelta de la esquina hay un control militar o una ruta bloqueada. “Están derrumbando una casa el mismo día que yo quieroconstruir la mía”, dice la protagonista, perpleja cuando contempla por la ventana cómo las topadoras israelíes arrasan con la casa de sus vecinos. Su hermana le contesta: “No importa, Rana, mañana la volveremos a levantar”.
Para el director Hany Abu-Assad, “cuando la anormalidad de la ocupación se convierte en una realidad cotidiana, cosas simples como el amor y el matrimonio se convierten en una ficción. Así es la vida en Palestina hoy: un país en el que lo normal parece absurdo y lo absurdo es la norma”. Una suerte de santa indignación mueve su película, pero también la certeza de que su gente es capaz de sobreponerse a todo, como sugiere el final de su película, cuando la boda finalmente tiene lugar en medio de un bloqueo militar israelí, con los novios celebrando su casamiento entre barreras y alambres de púa. Se diría que estos dos films palestinos no abogan sólo por los derechos políticos de su pueblo, sino también, por qué no, por sus derechos poéticos.