ESPECTáCULOS › “TIGRERO, EL FILM QUE NUNCA EXISTIO”, DE MIKA KAURISMAKI
Una cámara en el Amazonas
El film del director finlandés es a la vez un documento cinéfilo y un ensayo antropológico: cerrando un círculo iniciado 40 años atrás, sigue las pistas de un fallido proyecto de Sam Fuller.
Por Horacio Bernades
En 1954, Darryl Zanuck, mandamás de la 20th. Century Fox, encargó a Sam Fuller –arquetipo de cineasta independiente, pero en pleno apogeo del sistema de estudios– la adaptación de una novela llamada Tigrero, en vistas a una próxima producción. Amante loco de la aventura en todas sus formas, Fuller no dudó un instante, mientras el estudio conchababa a John Wayne, Ava Gardner y Tyrone Power para los papeles principales. En busca de locaciones, y para familiarizar a los actores con la zona donde transcurriría el rodaje, el pequeño y ultradinámico Fuller viajó de inmediato al Mato Grosso brasileño, con una camarita de 16 mm, un par de pistolas y varias cajas de vodka y habanos. Allí, Sam el Pistolas se hizo amigo de los indios de la zona (la tribu de los Karajá) y pasó unas semanas filmando la selva y sus habitantes.
Cuando volvió a casa, Fuller se encontró con una fea noticia: tratándose de un lugar considerado extremadamente peligroso, y de estrellas cuyo seguro de vida se cotizaba en millones, la compañía aseguradora se negaba a autorizar el rodaje. De nada sirvió la respuesta furiosa de Zanuck y el propio Fuller, y el proyecto quedó archivado para siempre, con una única huella material: esos rollos de 16 mm color que el realizador de Más allá de la gloria y El rata había filmado en el Amazonas.
Ahora, corte a 40 años más tarde. El finlandés Mika Kaurismäki, quien ya por entonces vivía la mitad del año en Río de Janeiro, resuelve fijar para siempre aquella apasionante nota al pie de los archivos de Hollywood, filmando una película que también se llamará Tigrero y en la que Fuller estará acompañado de su amigo y discípulo Jim Jarmusch. Rodada en 1993 y presentada en el mundo al año siguiente, el Tigrero de Mika se estrena ahora aquí, tras haberse exhibido en funciones especiales. A la vez documental antropológico, memoria cinéfila y homenaje a uno de los realizadores hollywoodenses que las posteriores generaciones de realizadores tomaron como modelo, la breve Tigrero (poco más de una hora) representa una peculiar experiencia cinematográfica, en la que un hiperkinético, hiperentusiasta Fuller queda retratado en toda su portentosa vitalidad, a los 81 años de edad y cinco antes de su muerte.
“Todos nos enfermamos bajo ese sol abrasador, salvo Fuller, que quería pasarse el día filmando”, contó Mika después del rodaje. Con una buena dosis de ficcionalización, lo que narra la película de Kaurismäki es el viaje de un maestro que parece de 20 años y su discípulo (la fiaca y el monocorde hablar de Jarmusch lo hacen aparecer a él como octogenario) hasta las riberas del río Araguauaia, en pleno corazón del Amazonas. El objetivo (o la excusa): visitar otra vez a la tribu que acogió al gringo loco casi medio siglo atrás, y mostrarles esos fragmentos de celuloide en los que aparecen sus mayores, a veces ellos mismos. Fuller despotrica contra los avances de la civilización (la califica de “incivilizada”), Jarmusch filma el presente de los Karajá con su camarita de video y Kaurismäki registra la pasión del viejo lobo y la perpleja lentitud de su discípulo (que jamás se saca una remera negra de los Ramones).
De todos los relatos que Tigrero aborda –el recuerdo de la película imposible, la confrontación de los nativos con sus imágenes anteriores, los trabajos y los días de una tribu india en la actualidad, el juego de espejos entre el cacique de la tribu y el cacique Fuller–, el más apasionante es el retrato de ese hombre pequeño y enérgico, de habano pegado a la boca, que parecería reunir a todos los hermanos Marx en uno. Como un Harpo que le hubiera birlado el puro a Groucho y hablara tan tormentosamente como Chico, Fuller define en algún momento qué es para él lo más interesante de una película: no tanto la historia sino el personaje que la protagoniza. Sumando a su rol de director los de productor, guionista y editor (como el propio Fuller en los buenos tiempos), Kaurismäki es fiel a este mandato, dejando que la cámara siga extasiada a este joven viejo que, cuando filmaba, en lugar de dar la orden de acción disparaba al aire una 38 milímetros.