ESPECTáCULOS › “CHICAGO”, LA GRAN CANDIDATA DE LOS PREMIOS OSCAR
Cuando el mundo es un show
Llena de números musicales que llevan la marca de Bob Fosse en el orillo, la versión cinematográfica dirigida por el coreógrafo Rob Marshall es de una total eficacia como producto de entretenimiento.
Por Horacio Bernades
No es cosa de todos los días: la película que dominará la próxima entrega de los Oscar, con once nominaciones y enormes posibilidades de ganar buena cantidad de ellas, las merece todas. Se le pueden hacer reparos a Chicago. Que no representa para el musical cinematográfico un salto adelante, como sí lo fue, hace un par de temporadas, Moulin Rouge. Que es una maquinaria aceitada tal vez con exceso. Que su enfoque del género le debe más a Broadway que a Hollywood (lo cual queda justificado, en verdad, por la propia trama). Que apela a tretas de montaje para disimular la dureza de caderas de sus protagonistas. Sin embargo, nadie en su sano juicio podrá sustraerse a su arrolladora energía cinematográfica, a su inteligente y subversivo guión, a su total eficacia como producto de entretenimiento. ¿De cuántas producciones recientes de Hollywood, de cuántas de sus competidoras para el Oscar puede decirse lo mismo?
Todo empezó en la década del 20, cuando una señora llamada Maurine Dallas Watkins escribió una obra de teatro sobre una chica ambiciosa, que aprovecha un crimen para ascender al estrellato. Con el título de Roxie Hart, a comienzos de los 40 William Wellman la convirtió en negrísima comedia cinematográfica, una de las más raras y cínicas de la década. Treinta y pico de años más tarde, Bob Fosse la adapta al musical, con canciones de los afamados Kander (música) y Ebb (letras), y la estrena en Broadway, ya con el título Chicago. Enorme éxito, varias temporadas en cartel, más de una reposición, una versión reciente en Argentina. El propio Fosse había soñado con llevar Chicago al cine, pero murió antes de lograrlo. Desde ese momento el proyecto empezó a dar vueltas en Hollywood, hasta que fue a parar a manos del director y coreógrafo Rob Marshall, con una trayectoria en Broadway pero sin antecedentes cinematográficos.
En la ciudad del jazz y el gangsterismo, Roxie Hart, chica del montón (Renée Zellweger, con melenita de oro y sospechable ingenuidad alla Marilyn), asesina a su amante y va a parar a una cárcel de mujeres. Por unos buenos dólares, Mama Morton, guardiacárcel y campeona de la venalidad (la morochaza Queen Latifah), la pondrá en contacto con Billy Flynn, empavonado gallo en el gallinero carcelario y abogado carente del menor escrúpulo (Richard Gere, cuya esencial falsedad está perfectamente aprovechada aquí). Con Flynn funcionando más como manager que como defensor, la supuesta ingenua convertirá el crimen en trampolín para llegar adonde quiere: el escenario y la fama. Para ello, deberá hundir primero a Velma Kelley, compañera de prisión y viperina showgirl en desgracia (Catherine Zeta-Jones, con cortecito estilo Louise Brooks y lingerie de rompe y raja).
¿Una comedia musical en la que los héroes y heroínas son corruptos, arribistas y asesinos? Bienvenidos a Chicago, el musical más nihilista del mundo. Como en Pennies from Heaven, musical de Dennis Potter donde la realidad más sucia se fusionaba con el mundo de las ilusiones, en Chicago ambas esferas se hacen una a partir de los fantaseos de Roxie, cuyasaspiraciones de escenario la puesta en escena se ocupa de materializar. El doble juego entre lo real falsificado y las fantasías realizadas convierte a Chicago en algo así como un musical del cerebro. En la visión de Bob Fosse, Rob Marshall y Bill Condon (director y guionista de Dioses y monstruos, a cargo de la adaptación) el mundo es un show en el que el que mejor miente y manipula lleva las de ganar. Así, el estrado de un tribunal puede funcionar como escenario (con juez y jurados como público arrobado), el manejo de la opinión pública se iguala con un espectáculo de marionetas y los medios terminan consagrando como heroína a una asesina.
Llena de números musicales que llevan la marca Fosse en el orillo (y que comentan, contrapuntean o parafrasean la acción), toda la maquinaria visual de Chicago está pensada para disimular el hecho de que varios de los protagonistas no dominan precisamente el arte de cantar y bailar (no es el caso de Queen Latifah, capaz de plantarse en escena con autoridad de blueswoman). Las deficiencias quedan salvadas con mucho ensayo, oportunos cortes de montaje y números musicales tan buenos como el de las prisioneras, el “Hombre de celofán”, de John C. Reilly, o el dúo final entre Zeta-Jones y Zellweger. Magnífica comediante, Zellweger se defiende bien con su voz chiquitita, y Gere zafa más cuando canta que cuando baila. Pero si alguien juega con ventaja aquí es Catherine Zeta-Jones. Su entrenamiento musical, el timbre pastoso y oscuro y su imponente masa cárnea le permiten dominar escenario y pantalla. Máquina de guerra, en esa carne parecería condensarse (tanto como en la sonrisa de Flynn y la máscara de rubia tonta de Roxie Hart) el carácter seductor, engañoso y letal que –según esta comedia negrísima– se requiere para triunfar en el mundo del espectáculo. O en el mundo, a secas.