EL PAíS › OBSESION POR EL DOLAR
Tragicomedia
Ahorristas contentos, banqueros distraídos y el Estado paga. ¿Quién gana?¿Quién pierde?
Por Alfredo Zaiat
Con la redolarización, lamentablemente, se debe realizar un par de salvedades para evitar confusiones. Alejado de las pasiones que generan las ambiciones de bolsillo, el fallo de la Corte requiere una reflexión más profunda que la que brinda Nito Artaza, rodeado de abogados que hicieron su agosto patrocinando amparos de ahorristas desesperados. Definición primera: Aquellos que quedaron con sus depósitos atrapados en los bancos fueron estafados, aunque vale destacar que no fueron los únicos defraudados en el proceso de destrucción generalizada de riquezas. Definición segunda: Los bancos se desentendieron de sus clientes violando la base misma de su negocio, que es la confianza, al transferir las consecuencias de la espectacular fuga de 2001 al Estado que, como se sabe, es bobo.
La resolución de la Corte, que indudablemente tiene un color político muy parecido a la tintura menemista, provoca, además, dos interrogantes. 1. Si la importancia del fallo refiere a que se respeta el derecho de propiedad de los depositantes, ¿por qué no corresponde hacer lo mismo con los contratos de alquileres pactados en dólares, con los créditos, con las tarifas de las privatizadas e incluso con los activos, como inmuebles y autos, que previo a la devaluación se pactaban en dólares en contratos de compraventa? 2. ¿Quién pagará los efectos de la redolarización? Primera respuesta: Es absurdo pensar que la economía puede dar marcha atrás total de la pesificación no sin generar un caos tan o más profundo que la salida desordenada de la convertibilidad. Aunque en esa vocación a la autodestrucción todo es posible. Por lo pronto, en Tribunales ya hay fallos a favor de la redolarización de préstamos garantizados, papeles que nacieron del último canje de bonos de Domingo Cavallo. Segunda respuesta: No será otro que el Estado, o sea toda la sociedad, el que pagará la cuenta, que en su versión restringida alcanza a unos 11.000 millones de pesos, equivalente a 3400 millones de dólares al tipo de cambio de ayer.
Aquellos que elogian la validez jurídica como los fundamentos del fallo carecen, en cambio, de argumentos consistentes para explicar por qué es inconstitucional la pesificación de los depósitos, pero no lo es la de los créditos. Dejando de lado a quienes confunden por intereses propios, los otros lo hacen por ignorancia de cómo es el balance de un banco. O, en todo caso, desconocen que alguien tiene que pagar la diferencia.
Esa redolarización asimétrica dejó, a la vez, planteado un aspecto polémico: una injusticia, la pesificación compulsiva e inmovilización de ahorros, se termina resolviendo con otra injusticia, la transferencia del costo de la redolarización a una sociedad desgarrada por la miseria y el colapso social. Los bancos se hacen los distraídos como si no tuvieran nada que ver con ese derrumbe, mientras grandes empresas con ingresos en dólares siguen gozando de una grotesca pesificación de sus deudas bancarias.
Pues bien, luego de esas precisiones de un problema que dominó la escena financiera es imprescindible detenerse en el proceso de la crisis argentina. La economía no estalló en mil pedazos cuando se abandonó la convertibilidad. Ya había detonado varios meses antes cuando la fuga de capitales era acelerada, siendo el ajuste del tipo de cambio el disparador para el reparto de sus esquirlas. No reconocer esa dinámica de la crisis es, simplemente, eludirla para evitar costos y transferirlos al resto de la sociedad. En esa redistribución de costos vale recordar que los ahorristas no fueron abandonados por el Estado, como así tampoco los deudores y bancos. A los ahorristas se les reconoció un valor inicial de 1,40 peso por dólar depositado ajustado por un índice de actualización atractivo, como el CER, que es la inflación. Así pudieron mantener y hasta mejorar el poder adquisitivo de ese capital en el país en el cual viven y gastan el dinero. Esa conversión ha sido financiada por el Estado, al emitir títulos públicos para compensar lo que se denominó pesificación asimétrica. Con ese 1,40 más CER esas colocaciones equivalen hoy a 2 pesos, todavía lejos del 3,25 que cotiza el dólar, pero con una recuperación mucho más acelerada que, por ejemplo, la capacidad de compra de los salarios.
Con esos números, la imagen de los ahorristas festejando el fallo, contentos como si hubieran recuperado la dignidad de sentirse y pertenecer a una clase media castigada, es un síntoma del nivel de descomposición de los lazos comunitarios que en algún momento existieron. El alborozo por saber que van a recibir dólares o los pesos necesarios para comprar la cantidad de verdes originales que fueron depositados se asemeja a aquellos que en el momento de la corrida contra el peso se refugiaban alocadamente en la moneda estadounidense. Esa era la salvación para los que desbordaban las casas de cambio como ahora para los ahorristas redolarizados. Pero unos y otros no podrán eludir el naufragio porque todos están navegando en el mismo barco con perforaciones varias.
Por último, lo más relevante de esta pelea de miles por recuperar el fetiche verde pasa por una cuestión que va más allá de la debacle del mercado financiero y la posterior estafa a los ahorristas. La importancia de la pesificación reside en la posibilidad de recuperar una política de Estado esencial, que es la de tener una moneda doméstica. Objetivo que debería estar por encima de otros reclamos sectoriales, como bien conocen los argentinos que padecieron la hiperinflación y el actual shock inflacionario que licua ingresos. Recuperar la moneda propia, no el dólar, es el derecho de los desprotegidos, de los trabajadores que cobran y gastan lo que tienen con los pesos que reciben. Además, tener moneda brinda la oportunidad de poseer herramientas públicas de redistribución y mejora de ingresos para construir una sociedad mejor. La redolarización, en cambio, es querer abrazarse a la fantasía de la década del 90, cuyo saldo es un país de pobres por esa bonanza perversa que se dio en llamar convertibilidad.