ESPECTáCULOS

El alegato humanista de Britten en una gran ópera del siglo veinte

“La violación de Lucrecia” fue estrenada en 1946 y desde 1954 no se da en Buenos Aires. Hoy sube a escena en el ciclo Juventus Lyrica.

 Por Diego Fischerman

Su ópera anterior, la primera que compuso, había sido un éxito. Y cuando todo hacía suponer que Benjamin Britten repetiría la fórmula de la genial Peter Grimes, hizo exactamente lo contrario. No fue la última vez en que este autor aparentemente conservador y vilipendiado por las vanguardias de entonces se dio el lujo de tomar un camino tan personal como imprevisible. The Rape of Lucretia (La violación de Lucrecia), escrita en 1946, inaugura un formato con el que volvería a trabajar: la ópera de cámara. Una orquesta de 12 instrumentistas (y una orquestación que recuerda la astringencia de Stravinsky) y un grupo de cantantes que incluye los personajes de “coro femenino” y “coro masculino” llevan adelante esta historia, con libreto de Ronald Duncan (basado en la obra de André Obey Le Viol de Lucrèce inspirada, a la vez, en un poema de Shakespeare titulado “The Rape of Lucrece”) en la que una mujer, violada por el hijo de Tarquinio, el último gobernante etrusco de Roma, se suicida como única manera de limpiar la propia deshonra y la de su marido.
En la Argentina se la representó por única vez en 1954, hasta ahora, en que será repuesta dentro del ciclo de Juventus Lyrica. Mañana a las 20.30, en el Teatro Avenida (Av. de Mayo 1222), subirá a escena con preparación escénica y régie de Horacio Pigozzi (que había dirigido en el Centro Experimental del Colón la cantata que con el mismo tema escribió Händel) y conducción musical de Leandro Valiente. Con nuevas funciones el domingo 1º de junio y el sábado 7, La violación de Lucrecia será protagonizada por Virginia Correa Dupuy, Carla Filipcic Holm, Sebastián Sorarrain, Mario De Salvo, Mirko Tomas, Gabriel Centeno, Ana Laura Menéndez, Mónica Sardi, Patricia Douce, Laura Domínguez y Shirley Ocampos. Britten, que plantea en su ópera un alegato casi feminista (él hubiera dicho “humanista”), trabajó en muchas de sus óperas con temáticas que sitúan el núcleo dramático en cuestiones éticas. Peter Grimes, Billy Budd y su última composición en el género, Muerte en Venecia, son ejemplos, además, de una preocupación por la calidad literaria por parte de un compositor que musicalizó también textos de Rimbaud (Iluminaciones) y de poetas ingleses como William Blake.
La cuestión de la modernidad de Britten, por otra parte, es un desafío a los esquematismos tanto de aquellos que abrazaron la causa del dodecafonismo y luego el serialismo integral como de los que, desde el otro lado, defendieron el estado de las cosas del siglo XIX como si se tratara de una cruzada. Britten, es claro, decepcionó a unos y a otros. Su música no es serial pero tampoco tonal en sentido estricto. Y su uso de la disonancia y de recursos de orquestación en función dramática no podría provenir de otra época que los mediados del siglo XX. Las tradiciones de la canción isabelina y del consort para violas, junto a la ópera barroca de John Blow y, sobre todo, de Henry Purcell, son las fuentes más importantes de este autor que se especializó en la voz humana y que compuso, sobre todo, canciones. En ese sentido, el modelo isabelino puede rastrearse en el formidable trío del primer acto de La violación de Lucrecia. Allí, como en la famosa “Can She Excuse” de John Dowlnd y, más adelante, en la no menos maravillosa “She’s leaving home” de Lennon y McCartney, una aparente danza en tres tiempos (una galliard) ofrece el terreno para una de las grandes invenciones de la música inglesa: la melancolía sin límites.

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Britten es uno de los grandes modernistas del siglo XX.
 
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