ESPECTáCULOS
“La realidad tiene mucha influencia en mi trabajo”
El director Daniel Marcove señala los parámetros que utilizó para la puesta de “Vamo y vamo”, una obra que narra, con humor negro, “la historia de dos seres perdidos en la noche de nuestro país”.
Por Hilda Cabrera
“Esta es la historia de dos seres perdidos en la noche de nuestro país”. Así define el actor y director Daniel Marcove la circunstancia por la que atraviesan Ramiro, desocupado y ex ferroviario convertido insólitamente en carcelero, y Juan José, uno de esos individuos que fracasan en todo emprendimiento, y que acaba preso tras un confuso episodio. “Gente entrañable que, en su simpleza, demuestra que la solidaridad puede ser un arma de combate para desterrar un sistema injusto”, puntualiza Marcove, quien hoy estrena Vamo y vamo, de Juan Freund, en el Teatro del Pueblo, de Diagonal Norte 943, esta vez sólo en el rol de director. “La anécdota es delirante, pero de ninguna manera imposible en la Argentina”, observa en la entrevista con Página/12. “La decisión del ex ferroviario de ofrecer su casa a modo de cárcel se debe a un acuerdo con un amigo que trabaja en los tribunales del partido de Isidro Casanova. Este le propone levantar una casilla debajo de la autopista y vigilar a un preso que no parece peligroso, aunque le hayan dado una pena de cinco años.”
Sucede que hay superpoblación en las cárceles, y éste es otro dato de la realidad. Bajo la mirada del director, la historia se ajusta a circunstancias del presente. Ramiro fue tiempo atrás jefe de estación de un pueblito jujeño que se quedó sin trenes luego de la privatización de los ramales. De ahí su viaje a Buenos Aires y el armado de esa casilla que transforma en prisión para asegurarse un ingreso. El hombre integra lo que aquí se denomina “Servicio de Reubicación de la Población Carcelaria”. El delito de Juan José parte de un absurdo. Persuadido por un conocido de la conveniencia de robar en la librería en que trabaja, decide el asalto con tan mala suerte que la encargada, una señora mayor, muere de susto. Al verla infartada, intenta reanimarla con respiración boca a boca, pero en eso llega la policía y lo detiene por intento de violación de una anciana. Los protagonistas de esta pieza de humor negro son Tony Vilas (a quien se vio, entre otras obras, en La tempestad, según una puesta del catalán Lluís Pasqual, protagonizada por Alfredo Alcón; Viejos conocidos, de Roberto Cossa, y Los invertidos, de José González Castillo, dirigida por Alberto Ure) y Fito Yanelli (El que borra los nombres, de Ariel Barchilón, ofrecida en uno de los ciclos de Teatro X la Identidad, y, entre otras piezas, Puck... sueño de verano, dirigida por Claudio Gallardou). La escenografía y el vestuario pertenecen a Miguel Owezaryk, las luces a Miguel Morales y la música a Sergio Vainikoff.
El director dice querer involucrar al espectador, tanto que algunos fragmentos de los textos son dichos “encarando al público”. Marcove cree que esa actitud favorece el acercamiento: “Para mí, el eje del teatro fue siempre el intérprete, pero en los últimos años lo primordial pasó a ser la relación actor-espectador. Esto que parece una obviedad fue olvidado muchas veces por los que hacemos teatro”.
–¿Cómo ha elaborado esa relación en “Vamo y vamo”?
–Uno siempre se enamora de la obra que estrena. De lo contrario, no podría vencer las dificultades que se le presentan. Esta obra de Freund es de una delicada rareza, y en algún punto nos toca a todos. Mi propósito fue profundizar en esas zonas. Los protagonistas son unos marginados que descubren el valor de la solidaridad. Por suerte en el teatro no hay imposibles y podemos reflejar la realidad de modo poético. Por eso nunca dejo de maravillarme ante un estreno y ante las ilusiones que nos despierta. A veces pienso que toda esta tarea en conjunto para llevar una historia va a ser con el tiempo parte de un gran sueño.
–¿Qué papel juega el autor en sus puestas?
–Algunas de mis experiencias de dramaturgia nacieron de una hoja en blanco. Sé que sigue habiendo directores que opinan que el autor es una molestia en los ensayos, pero ése no es mi caso. Trabajé muy estrechamente con Roberto Cossa en algunas obras suyas, como Viejos conocidos, Elsaludador y Pingüinos. En Auto de fe entre bambalinas, de Patricia Zangaro, que también dirigí, influyeron mucho los actores. Las escenas más hermosas surgieron del aporte de los intérpretes. Hay una anécdota muy ilustrativa sobre estas contribuciones en un escrito de Tennessee Williams referido a los agregados que hizo Marlon Brando a su papel de Stanley Kowalsky en Un tranvía llamado deseo. Ahí cuenta que Elia Kazan le había pedido al actor que no introdujera modificaciones porque el autor asistiría a los ensayos. Brando no le hizo caso y metió todo lo que se le iba ocurriendo. Tennessee quedó maravillado.
–¿Se propone actuar nuevamente?
–Es lo que espero. Trabajé mucho tiempo integrando elencos del Teatro San Martín, y tuve oportunidad de viajar. Participé de una puesta de Stéfano, en Madrid; también de Arriba corazón, de Osvaldo Dragún, que llevamos a Estocolmo y Milán, y de La gran ilusión, una obra sobre inmigrantes que dirigió David Amitín y salió de gira por Alemania. Fue muy importante para mí el trabajo que hice con Mabel Manzotti en Volvió una noche, una pieza de Eduardo Rovner que se estrenó en varias ciudades extranjeras. Fui convocado para la puesta en Nueva York, que dirigió Alejandro Samek. Aterrizamos en los días posteriores al atentado a las Torres Gemelas. La gente andaba temerosa, pero nosotros llenábamos todas las noches. Recibí un premio como mejor actor latino y me invitaron a dirigir a un elenco neoyorquino en Locos de contento, de Jacobo Langsner. Al regresar, el director Raúl Brambilla me llamó para ensayar una obra portorriqueña, Morir de noche. Como director, estoy preparando Eclipse de sol, de Beatriz Mosquera.
–¿El teatro es hoy reflejo de temas coyunturales?
–En este momento, sí. Hace unos años se evitaba el traslado, y eso que ocurrían cosas muy fuertes. El tema de la Guerra de Malvinas apareció recién en Bar Ada, de Jorge Leyes, que dirigí en el Teatro San Martín. La realidad tiene mucha influencia en mi trabajo: hice una puesta de El caso Cabezas y, últimamente, de Sin nombre, sin nada, actuada por chicos de la calle. Teatro Abierto, sobre todo el de los años 1981 y 1982, fue un fenómeno único de traslado de lo coyuntural a la escena de modo poético. Pero durante demasiado tiempo la gente de teatro se negó a tratar algunos temas sociales complejos. Se temía el rechazo del espectador: se decía que la vida era ya bastante dura como para que se la mostrara así sobre un escenario.
–Eran además los años en los que se hablaba de un teatro en crisis. Algo que hoy ni se menciona...
–Es cierto, aunque eso no significa que los que estamos en esta tarea mostremos demasiado interés en comunicarnos entre nosotros. Pareciera que las diferencias estéticas y de opinión nos siguen distanciando. Se sospecha de quienes se juntan para encarar un trabajo y hay una actitud generalizada de ver al otro como enemigo, o como un tonto porque no comparte nuestras ideas. Si llevamos esta reflexión a la obra de Juan Freund advertimos que, por el contrario, en lugar de separar, las diferencias nutren a los personajes.