ESPECTáCULOS
Enrique Pinti y Marilú Marini, en un arriesgado encuentro de voces
En el Club del Vino, el dúo puso en juego todo su oficio para “Un animal de dos lenguas”, sobre textos de Alejandro Urdapilleta y Jacques Robotier.
Por Cecilia Hopkins
Con la participación de Marilú Marini y Enrique Pinti, bajo la dirección de la francesa Véronique Bellegarde, se estrenó Un animal de dos lenguas, un nuevo proyecto de coproducción entre Francia y la Argentina dentro del Festival. Del mismo modo que en La confesión (espectáculo dirigido por la misma Bellegarde en la anterior edición), este evento, un recital de poesía en el Club del Vino, alternó textos de autores de ambos países. En este caso, de Alejandro Urdapilleta y Jacques Robotier. Apelando en gran medida a la complicidad con el público, los dos actores leyeron los poemas seleccionados echando mano de su reconocido histrionismo. Algunos de los textos de Robotier –aquellos ligados al juego de palabras, de tono surrealista– fueron leídos al tiempo que eran proyectados en una pantalla. Otros, como Cantinela del deseo deseado, fueron leídos por Pinti a modo de trabalenguas, a toda velocidad, en tanto que Letanía de la vida incomprendida, un discurso que pone su acento en diatribas y rencores propios de una prolongada vida en común, fue interpretado al unísono por ambos actores quienes, antes de comenzar su veloz lectura, se persignaron, dejando entrever que el desafío a dos voces planteado por la dirección aún seguía dando trabajo. Cualquier error o desajuste, en todo caso, fue jugado por los actores como un elemento más de la puesta.
En cuanto a los textos de Urdapilleta, quedó en evidencia que no es fácil encontrarles un intérprete adecuado, en la medida en que fueron escritos para ser interpretados por él mismo. Si bien Pinti se lució en Bebeto tanto como en Viva la mentira (fragmento de La carancha, una dama sin límites, que el autor, junto a Humberto Tortonese, había dedicado en su momento a María Julia Alsogaray), el traspaso de los textos a la voz de Marini les restó fuerza expresiva. En esos casos fue inevitable recordar la cadencia irrespetuosa, canyengue, que imprimió el actor a esas palabras, la que unida a la ambigüedad de su aspecto (a veces aparecía recitando vestido con enaguas o baby doll) le dio al conjunto un aire de ferocidad trasnochada irrepetible. Es cierto que Marini leyó los poemas con voz enérgica, pero hubo textos (como el monólogo Las pijas y El alma sagrada de tus besos) que perdieron su carácter perturbador. No ocurrió lo mismo con Hombrecitos, que concreta un retrato despiadado del militar ensoberbecido y que, como es de esperar, hace referencia a la dictadura. Aparte de las proyecciones que acompañaban las lecturas, la presencia de músicos en escena fue otro elemento que le dio un carácter singular a la representación, si bien no fue un aporte del todo aprovechado: Nicolás Varchausky, Mario Castelli y Diego Romero Mascaró interpretaron composiciones del primero, utilizando percusión industrial (resortes de camión, planchas de acero, sartenes) e instrumentos intervenidos, como la curiosa tumbadora dispuesta en posición horizontal, que llevaba sobre el dorso y el parche cuerdas de viola y contrabajo.