ESPECTáCULOS › “ERASE UNA VEZ EN MEXICO”, DE ROBERT RODRIGUEZ, CON ANTONIO BANDERAS
Todos disparan sobre el nuevo “Mariachi”
El director de “la película de acción más barata de la historia del cine”, como le gustaba vanagloriarse, reunió ahora un elenco de estrellas, que incluye a Salma Hayek, Johnny Depp y Rubén Blades, para su esperada secuela.
Por Martín Pérez
Allí están, sentados frente a frente. El hombre de los anteojos negros y el informante con un parche en un ojo. El primero pregunta por un hombre y el segundo cuenta su leyenda. La del mariachi que arrasó él solo con dos pueblos. Un pistolero que se enfrenta ante los malvados empuñando una guitarra eléctrica que también es escopeta. O tal vez, como apunta el informante, ese detalle apenas sea un detalle propio de la leyenda antes que de la realidad. Pero, como alguien dijo alguna vez, puesto a elegir entre ambas, mejor imprimir la leyenda. O, más bien, filmarla. Y en eso anda Robert Rodríguez, un cineasta que desde su primer film fue leyenda. Una leyenda que ni él mismo se toma demasiado en serio, como lo demuestra a la hora de –según los consejos de su amigo Tarantino– completar su trilogía del mariachi, en honor a la trilogía de los dólares de Sergio Leone. Ahí, en los títulos, está la prueba. Ya que Erase una vez en México no es, ejem, “una película de Robert Rodríguez”, sino “A Robert Rodríguez flick”. Una “peli”, nomás. Y, además, “Shot, chopped and scored” –filmada, cortada y musicalizada– por este cineasta obsesivo, el que mejor encarna dentro de Hollywood eso de “hágalo usted mismo”. Y cómo.
Un agente de la CIA busca a una leyenda para que asesine al militar encargado de dar un golpe de Estado y de asesinar a su vez al presidente de México, pero sólo después de que éste haya alcanzado su objetivo. Esa es la compleja y zizagueante trama central del film de Rodríguez, pero la verdad que todo eso es lo que menos importa. Al menos a la hora de hilarlo entre sí. Porque en semejante flick son mucho más importantes los personajes, el clima y las escenas de acción, algo que aquí hay de sobra. En el ítem “personajes” –¡y casting!–, acompañan a El Mariachi (Antonio Banderas, por supuesto) un ex agente del FBI encarnado por Rubén Blades, un Enrique Iglesias incapaz siquiera de fingir que sabe disparar, ese eterno villano que es Willem Dafoe haciendo de barón de un cartel de la droga y un semiirreconocible Mickey Rourke haciendo de villano, cargando un chihuahua. Como buen fanático de las películas de acción, Rodríguez honra a los personajes secundarios regalándoles minutos en pantalla, como sucede con el “tuerto” Cheech Marin y hasta el colmo con Carolina, el amor trágico del Mariachi encarnado por una Salma Hayek a la que apenas unos contundentes flashbacks le aseguran el coprotagónico en los afiches.
Pero el que se roba la película –¿cuándo no?– es Johnny Depp en su papel de cínico, letal y manipulador agente de la CIA, de anteojos negros y remeras varias con inscripciones tales como “Yo quiero Taco Bell” o incluso sencillamente “CIA”. Como el Mariachi, Banderas dirá sólo lo indispensable. Pero Depp habla y habla. “Yo los instalo y los veo caer. I’m living la vida loca”, dirá el agente. Mientras Johnny mantiene su cretinismo y los hilos de su plan bien tensos, el film de Rodríguez funciona como cómplice celebración, generosa en escenas de acciónexplosivas e inverosímiles. Resulta muy gracioso escuchar al coro de la crítica cinematográfica estadounidense quejarse por el sinsentido de algunas de estas escenas –como el fantástico escape encadenado del Mariachi y su Carolina– cuando su exageración no hace más que poner en ridículo la existencia de escenas similares en películas que se toman mucho más en serio.
Con un exacerbado clima melancólico, Erase una vez... no puede evitar terminar mordiéndose la cola, agotándose en sí misma. Algo que sucede casi al mismo tiempo en que se le termina la suerte al personaje de Johnny Depp, que deja sus irónicas remeras de lado para vestirse de un sangriento negro y homenajear a El Cuervo. El clima profundiza la melancolía hasta abrazar una tragedia que, de tan forzada, deja de hacerse cómplice aún cuando la violencia exhiba una orgullosa máscara ciudadana. “Mariachi”, se escucha decir al comienzo del film. “¿Cuál?”, es la pregunta. “El”, es la sucinta respuesta. Un laconismo que no se corresponde con la profusión de idas y vueltas, explosiones, disparos y trampas que se permite el film en cada esquina. Por suerte, en su histriónico principio. Por desgracia, arrastrándose hasta el final.