ESPECTáCULOS
Las murgas como una resistencia
Pedro Fernández Mouján estrena este jueves “Murgas y murgueros”, un documental sobre esta expresión única de la cultura popular.
Por Eugenia García
Nacieron hace mas de 60 años y todavía siguen pintando de color la ciudad, llenando de sonidos los días calurosos a la hora de la siesta, marchando con desparpajo al ritmo de los tambores y los timbales, como desafiando al orden establecido. Las murgas nacieron para darle cauce al desenfreno popular y sus arrebatos construyen todos los días un mundo aparte sin reglas, con la libertad como único estandarte. De esas cosas quiere hablar Murgas y murgueros, documental que se proyectará durante el mes de octubre todos los jueves a las 22 y los lunes a las 15 en la sala Batato Barea del Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 2038), dependiente de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Para eso, el realizador Pedro Fernández Mouján se mete en la trastienda murguera y sigue los pasos de cuatro directores de murga que lo guían en un viaje por el mapa capitalino y se detienen en los barrios de La Boca, Saavedra, Boedo y Palermo.
“Toda la vida fui murguero; el Carnaval es lo que quiero, murguero de corazón”, canta Pantera, de Los Reyes del Movimiento, desde su traje celeste, bordó y amarillo. Junto a ellos aparecen Los Amantes de La Boca, Los Cometas de Boedo y Atrevidos por Costumbre, cada uno con un estilo particular que registra los cambios que vienen sufriendo las agrupaciones desde que la dictadura eliminó el feriado de Carnaval. A eso le siguieron algunos años tristes en los que parecía que nunca más el Rey Momo iba a tomar la calle. “La murga sufre un proceso de declinación a partir de fines de los ‘60”, explica Fernández Mouján. “Ya con la aparición del pop, y la dictadura medio que las revienta. En los ‘80 hay mucha violencia interna en las murgas, se enferman. Muchas dejaron de salir. Siete años después, con otra onda, diciendo ‘bueno, nos vamos de todo el bardo y hacemos una murga de otra manera’, la retoman. En los ‘90 aparecen los talleres de murga, que es algo totalmente nuevo porque antes la murga se aprendía en la esquina de la casa, mirando. Y ahí la clase media se ve atraída y se incorpora, aparece gente que no es del palo, como dicen ellos. Y se da un proceso como es el actual, van creciendo: ahora hay como 150 murgas en Buenos Aires”, explica el realizador.
–¿Por qué decidió explorar el mundo murguero?
–Me llamó la atención que era un mundo como subterráneo de la ciudad de Buenos Aires, que tiene su propia historia. Es un mundo que está presente en la ciudad hace más o menos 50 o 60 años, y de alguna manera como una forma subterránea. Que al mismo tiempo es un mundo con muchos códigos propios, con toda una historia, toda una genealogía propia desconocida, y me interesaba esta cosa de que son personas atravesadas por una pasión. Por otro lado, es un arte, un arte callejero de Carnaval, un proyecto colectivo.
–Un lugar de resistencia de la identidad barrial.
–Esa es una característica central de las murgas. Creo que es el único canto al barrio, o reivindicación del barrio, que hoy existe en Buenos Aires. Siguen reivindicando las particularidades de los barrios. En ese sentido pienso que es un acto de resistencia, que es bastante fuerte pero también con muchas debilidades. También es una resistencia del estar presentes en la ciudad. Hasta los ‘70 u ‘80 las murgas estaban conformadas fuertemente por gente de sectores bajos y medios bajos, y en ese sentido también era un acto de resistencia como presencia, es decir “estoy”. Usaban el Carnaval para estar, para hacer sus canciones, para divertirse, para bailar, para tomar la calle ellos a través de la fiesta y estar presentes. No por nada en los ‘50 y ‘60 la murga tiene su auge, porque también es la época del auge de los barrios. La murga tiene que ver también con la alegría de los barrios, con la posibilidad de salir a la calle, de que haya una moneda en el bolsillo para ir al corso y comprarsela espuma y el choripán. Durante la dictadura todo eso estuvo prohibido y, si no hay vida en la calle, puede estar la murga, pero puede estar sola. El corso necesita de los vecinos. Ese punto de encuentro social es uno de los puntos centrales de la murga. En algún lugar hay que encontrarse y la murga es un buen lugar de encuentro para los pibes del barrio.
–¿Con qué tiene que ver la decadencia?
–Yo creo que tiene que ver con su propia constitución. Ellos portan en su cuerpo muchas debilidades, que tienen que ver con el hecho de que son de sectores más bien bajos y viven en una situación de violencia, asocial. Las murgas se separan de la violencia en los ‘80, la padecen tanto que llega un momento que dicen “basta con esto porque no sirve para nada, nos estamos yendo a la mierda”. Como dice Tabi, el de Boedo, “el director de murgas creó un monstruo que se lo comió a él”. Hablamos de violencia social y de violencia social contenida, que por ahí con la murga tenía una vía de escape más fácil, porque eran pibes de la calle, jóvenes. Todo eso más la violencia social de la democracia, que es una violencia social de niveles bastante altos, siempre con el tema de la pobreza, del ajuste constante, cada vez menos laburo, cada vez menos escuela.
–¿Por qué decidió circunscribirse a esas cuatro murgas?
–Lo hice porque quería que fuera una película de barrios. En ese sentido tomé barrios y murgas que me parecieron fuertes, con historia y con una claridad respecto de lo que es el proyecto murguero, aun cuando tengan proyectos diferentes. Y también buscaba directores de murga que estén en ese lugar de bisagra, tipos de entre 30 y 40 años, que estén entre la herencia de los ‘60 y el presente o el porvenir. Quise mostrar distintas posibilidades de murga, no me preocupé por retratar distintas clases sociales. Son murgas que a mí me gustan mucho y me conmueven.