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Siguen las triquiñuelas
Por Luis Bruschtein
Desde 1984 hubo un gran esfuerzo por juzgar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Y también hubo un gran esfuerzo en sentido contrario. Tras casi 20 años, el resultado es un consenso social amplio de condena moral a quienes las cometieron. Pero al mismo tiempo se impidió que muchos fueran juzgados o que no se cumplieran las condenas de los que sí lo fueron.
Este resultado coincide más con el pensamiento de los que no quieren que los represores sean enjuiciados, que además son los que apoyaron esa política cuando era aplicada por la dictadura. Porque ni siquiera ellos pueden negar que esos delitos de lesa humanidad –desapariciones, asesinatos, torturas y robos de bebés– se hayan cometido. Piensan incluso que son delitos repugnantes, pero los justifican por un contexto político.
Sin embargo, la contradicción entre esta condena de la opinión pública y la ausencia de un correlato judicial ha sido uno de los principales causantes del profundo descrédito de la Justicia. Así, quienes apoyaron a la dictadura son en gran parte responsables también en democracia de la crisis de desprestigio y decadencia moral de las Fuerzas Armadas y el Poder Judicial.
Una demostración fue que dos de las medidas que más popularidad le valieron al presidente Néstor Kirchner han sido la renovación de la cúpula militar y el impulso a los juicios políticos a los miembros de la Corte Suprema. No hubo una sola manifestación genuina de simpatía en la opinión pública hacia los generales removidos ni hacia los jueces cuestionados. Más bien hubo respaldo y voluntad de acompañar la decisión presidencial. El Presidente ganó apoyos y simpatías con estas medidas. Incluso le valieron artículos favorables en los principales diarios del mundo y alabanzas de mandatarios europeos y de la administración Bush.
En cambio, todo este juego de evitar los juicios o las condenas a los represores a través de artimañas y argucias políticas han llevado a que las Fuerzas Armadas y la Justicia argentinas estén tan devaluadas ante la sociedad civil argentina y en todo el mundo como si fueran bonos en default, nadie los quiere ni respeta.
Hasta antes de que asumiera Kirchner, la Corte tenía mayoría para declarar que las leyes de impunidad eran constitucionales. Ahora, algunos de los jueces decidieron cambiar su voto y se pasó la pelota a la Cámara de Casación Penal. La conformación de este tribunal fue producto de los años de manipulación menemista en la Justicia, con lo cual es presumible la nueva demora y el contenido final del fallo. De esta manera, la decisión de la Corte sigue en consonancia con el proceso de agonía y decadencia que le valió los juicios políticos a varios de sus integrantes.
En la Argentina hay una mayoría que quiere juicio y castigo. Y una ínfima minoría con peso en factores de poder, en la Iglesia, los medios, la Justicia y la política, que justifica los delitos pero no se atreve a reconocerlo públicamente. Porque, en definitiva, detrás de tantas vueltas y triquiñuelas está simplemente la intención de disculpar los crímenes de lesa humanidad que cometió la dictadura. Sería bueno para los medios, la Iglesia, la política y la Justicia que esta minoría dejara atrás la trampa y la hipocresía y sincerara en público lo que defiende en privado. Pero para hacerlo tendría que tener el coraje cívico que ni siquiera han tenido los represores.