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Un canje de prisioneros
Por Pablo Vignone
De pronto, el pasaje Corbatta –o la calle Cordero, o el estacionamiento común a ambos estadios– se ha transformado en el Check Point Charlie. La escena, por supuesto, es nocturna, y debería haber algo de niebla en el ambiente. Una puerta del Cilindro y otra de la Doble Visera, los extremos ideales del corredor, se abren al mismo tiempo. Las solapas de los imprescindibles sobretodos cubren subrepticiamente los rostros, aunque -de manera irremediable– alguien enciende un fósforo, iluminando por un instante la escena. Es la señal.
No están Harry Palmer ni Bernard Samson, astros del resbaloso y gélido submundo del espionaje; sin embargo no hace falta, ni tampoco la CIA o la KGB. Desde lo alto de uno de los estadios observa impávido el Camarada Marín; en un hall del otro estadio vuelve una y otra vez sobre sus pasos, que retumban con estrépito, Herr Ducatenzeiler. El canje ha comenzado.
Desde la calle Cordero ha comenzado a caminar Oscar Ruggeri, vestido con un impecable saco azul y una corbata de seda. Se escucha el rechinar de sus zapatos sobre el asfalto, y alguien cree oírle un epíteto característico.
Desde el Pasaje Corbatta arrancó Angel Cappa, sin sobretodo pero con una campera de cuero. Mastica un chicle, mientras calcula mentalmente los metros que le faltan para cruzarse con la otra cara de la moneda.
La tensión se corta con una manopla de barrabrava. El Camarada Marín usa los binoculares, Herr Ducatenzeiler ya no resiste y se abalanza sobre el dintel para mirar hacia Check Point Charlie, viendo una silueta que se aleja y otra que se agranda.
Tres, dos, uno. Ambos técnicos, que no habían desviado la vista del frente, giran la cabeza hacia la izquierda. Cruzan la mirada, pero no aminoran el paso. Apenas si tienen un instante para decirse algo.
–Psééééé –espeta Ruggeri.
A Cappa se le escapa una puteada.
Ahora se dan la espalda. Si no hay ningún truco sucio en marcha, el canje está prácticamente consumado. Ruggeri arriba a Racing, la tierra de los adoradores de Merlo; Cappa pisa el césped rojo, el paraíso de los paladares negros.
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