ESPECTáCULOS

“Jinete de ballenas”, una leyenda que baila el “haka”

Por H. B.

Una de las comunidades indígenas de más fuerte identidad, además de haber dado lugar al temible haka, canto de guerra con que la selección neocelandesa de rugby suele amedrentar a sus rivales y lucir cuerpos cubiertos de tatuajes, en materia cinematográfica los ancestrales maoríes saltaron a la fama una década atrás gracias a la impactante El amor y la furia. Ahora, sus mitos, ritos y tradiciones vuelven a estar en el centro de otra película proveniente de la remota Nueva Zelanda, no menos exitosa que la anterior, en su país y en el mundo entero. De un año a esta parte, Jinete de ballenas se presentó en buena cantidad de festivales, ganando el premio del público en Toronto, Rotterdam y Sundance. Con infrecuente repercusión en su estreno en Europa y Estados Unidos, a esta segunda película de Niki Caro no le falta ninguno de los elementos que suelen garantizar una alta respuesta de público: está protagonizada y narrada (en off) por una niña, es exótica pero al mismo tiempo universal, trata conflictos familiares y los resuelve mediante la más componedora conciliación entre tradición y rebelión, discriminación y aceptación, lo mágico y lo profano. Una película hecha, podría pensarse, para gustarle a todo el mundo.
Basada en una novela, Jinete de ballenas es básicamente una fábula, que retoma y actualiza un mito originario de ciertos grupos maoríes. Según aquél, un héroe legendario llamado Paikea llegó en tiempos inmemoriales hasta las costas de Oceanía montado sobre el lomo de una ballena, para reunir en un solo pueblo las distintas tribus, hasta entonces dispersas. Paikea deberá llamarse ahora el niño que espera la nuera de Koro, jefe comunitario y encarnación de la ley y las tradiciones ancestrales. Pero sucede que la mujer tiene mellizos, y durante el parto mueren la madre y el hijo varón. Contra el mandato del patriarca –que no quiere a la niña, y mucho menos que ésta porte el sagrado nombre del héroe–, el padre bautiza Paikea a la sobreviviente y parte más tarde a la lejanísima Europa. De allí en más, Jinete de ballenas es básicamente una versión tribal del hijo pródigo, en la que la excluida (la expresiva debutante Keisha Castle-Hughes, que no es de origen maorí) se rebelará contra su destino.
Pero, como en la parábola bíblica, esa rebelión no pasa por desobedecer el mandato de esa encarnación del más acendrado conservadurismo tribal que es el patriarca, quien sigue entrenando a los niños de la aldea en las antiguas tradiciones guerreras. La de la Paikea Apirana es, paradojalmente, una rebelión ultraconservadora, en tanto a lo que apunta es a complacer el deseo del patriarca. Esto lo logrará la niña al convertirse, in extremis, en legítima sucesora del héroe antiguo, mediante un milagro liso y llano que le permite repetir la hazaña de aquél y reunificar a la dispersa comunidad, redoblando con ello la fe mítico-religiosa de sus miembros. No es ésa la única complacencia del guión, que incluye, en sus escenas finales, una confesión pública de la heroína entre lágrimas, llamada a despertar el emocionado moqueo de la audiencia. Por si no bastara, Niki Caro recurre al suspenso final, incluyendo un autosacrificio que, faltaba más, parecería conducir a la muerte, pero se resuelve con una suerte de resurrección de la heroína. Si se le suma a esto la esplendorosa aparición final del reino animal (representado por su majestad la ballena), se tendrá una versión neocelandesa y new age de cualquier fábula marca Disney. Se comprenderán entonces las razones que hacen que Jinete de ballenas le haya gustado a todo el mundo, a uno y otro lado del Atlántico.

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“Jinete...” toma una antigua tradición de los maoríes neocelandeses.
 
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