ESPECTáCULOS
Seducción y muerte en manos de especialistas
Cecilia Díaz en una Carmen de referencia, Virginia Wagner con una Micaela consagratoria y Gustavo López Manzitti en un preciso Don José encabezan un elenco que muchos teatros podrían envidiar.
Por Diego Fischerman
Carmen es una obra que ocupa un lugar absolutamente excepcional en el repertorio operístico. Por un lado, varias de sus arias son verdaderos hits (y se suceden unas a otras con una variedad y una riqueza inusuales). Por otro, casi al margen de la tradición francesa –y de la propia obra de Bizet– brilla como una de las piezas musicales más originales (y modernas) de fines del siglo XIX. Pero, además, está también su libreto. Un texto que funciona teatralmente como muy pocos dentro de la historia de la ópera y que, además, es sumamente fértil en materia de interpretaciones. En realidad, se trata de una de las escasísimas composiciones en que la profundidad, la calidad de la orquestación, las posibilidades dramáticas y la facilidad de escucha van a la par.
El personaje de Carmen es, posiblemente, el más anhelado por una mezzosoprano (y no solamente, si se tiene en cuenta que ha sido cantado por contraltos y sopranos). La coexistencia entre seducción y peligro (o entre eros y thánatos, si se prefiere), la sensualidad unida a una suerte de crítica implícita a todo un sistema moral imperante (el ejército, la madre y la pretendiente ingenua, que se oponen a ella alrededor del personaje de Don José), sumada a la belleza musical de sus arias y a la demanda escénica (una Carmen estática o desapasionada son inimaginables) hacen de esa mujer un personaje digno de las mejores cantantes y artistas y, al mismo tiempo, una trampa mortal para quienes no lo son. Cecilia Díaz asumió por primera vez el personaje en la puesta que está presentando el Teatro Colón y demostró ser una gran Carmen. No sólo por las condiciones naturales para el personaje (color de voz, tesitura, peso de los graves, phisique du rol) sino por su manera de plantarse en el escenario y hacerlas valer. Su interpretación, además de impecable desde el punto de vista musical, muestra una seguridad y una presencia magníficas. Su habanera del primer acto y la escena de las cartas, con la repetición mecánica, casi enloquecida, de un mismo gesto para comprobar, cada vez, la persistencia de la carta de la muerte, fueron, en ese sentido, magistrales.
Gustavo López Manzitti, que debió reemplazar al mexicano Alfredo Portilla (canceló por enfermedad) salió airoso del desafío y lo hizo con honores. Su habitual regularidad y cuidado en el abordaje de los personajes se vieron enriquecidos, en este caso, por una gran entrega. Su Don José tuvo un excelente nivel y supo extraerles a sus recursos vocales y actorales el máximo posible. Pero la gran revelación del elenco fue la jovencísima Virginia Wagner, en una Micaela conmovedora y llena de humanidad. Su bellísimo timbre, sumado a una muy buena línea de canto, un fraseo de gran plasticidad y un manejo exacto de los matices construyeron una interpretación memorable. Su dúo con Don José (uno de los momentos más hermosos de la ópera, y no sólo de ésta) fue uno de los puntos más altos de toda la noche. La muy buena composición vocal de las dos amigas de Carmen, Frasquita y Mercedes, por Carina Höxter y Susanna Moncayo, Hernán Iturralde en un breve pero preciso Morales, Luis Gaeta en un torero ajustado aunque sin brillo y Ricardo Yost poniendo su oficio en el papel de Zuñiga, completaron un elenco totalmente argentino que muchos teatros del mundo podrían envidiar.
Entre las particularidades de Carmen está su naturaleza coral. Contemporánea del realismo romántico que derivó en el naturalismo (y en su correlato operístico, el verismo), ésta es una ópera en que el pueblo está siempre presente. Las escenas de amor son ante testigos: los paseantes, los soldados, los niños que se burlan de ellos y las empleadas de la tabacalera en el primer acto, los parroquianos de la taberna en el segundo, los contrabandistas en el tercero y el público de la plaza de toros en el último. La puesta de Laura Yusem juega en el sentido contrario. Vacía los lugares cada vez que hay una escena de a dos. De alguna manera restituye la privacidad y la lleva, incluso, hasta la desolación del final. La idea es discutible, desde ya, pero tiene consistencia: Carmen, una ópera habitualmente de multitudes, aquí sucede en un escenario desierto. La escenografía es igualmente parca, llegando al extremo de un último acto situado apenas entre tres gradas. La falta de un concepto de iluminación (en la función del estreno la obra apenas estuvo alumbrada, sin movimientos de luces, casi sin seguidores y sin definiciones de planos) contribuyeron a esa sensación de desnudez que una parte del público castigó, en el final, con abucheos al equipo técnico. El exquisito vestuario de Renata Schussheim, un coro de niños soberbio, el de mayores desajustado y desequilibrado sobre todo en las voces masculinas y una orquesta correcta en general (muy floja en las filas de cellos y contrabajos y en los bronces), dirigida por un Escher más bien plano, completaron un espectáculo donde los méritos de los solistas, de todas maneras, alcanzaron para sostener la altura.